Esta evocación sirve de momento de meditación trascendente, para empezar a hacer dulce de naranjas amargas.
¿Cómo era la receta del dulce de naranjas en gajitos?… Venía probando desde que se me pintaron las primeras canas. Tal vez porque estaba sola y llena de nostalgias.
Primero recurrí a mi memoria oxidada y enredada: muñecas, canciones y rodillas peladas; jugar a las visitas con el juego de té de la abuela; con ella al frente, por supuesto, olorosa a naranjas. El sabor revivía, pero la receta, no.
Anudadas a mis caóticas evocaciones, revoloteaban las Canciones Patrias, y se alzaban en alabanzas al talento de los años cuarenta y cincuenta, par
Gloria y loor a las delicias caseras de la infancia: el arroz con leche, las milanesas tamaño baño, y los churros, y los pastelitos… Todo esto se consigue hoy en el súper, aunque venga enlatado, o empaquetado, o frizzado. Pero hay algunas especialidades… ¿cómo decirlo? irrepetibles e inolvidables.
Alta en el cielo,
la voz de gratitud y admiración, por ese talento maravilloso de hacer algo con
lo que había: torrejas y budín de pan viejo; mermeladas de todo lo imaginable,
guisos redentores de los restos varios de carnes, arroces y fideos…
Audaz se eleva cada
una de esas memorias prodigiosas que compartían recetas a través de las
generaciones.
Y que, aunque Internet ayuda, se van perdiendo… A
menos que revivamos el diálogo con el más allá.
Estoy segura; porque el dulce de naranja amarga no figura ni en internet. ¡Al menos, un par de recetas que conseguí, incluían esencia de naranja amarga, aplicada a naranjas comunes!, y ¡horror! ...edulcorante.
Lo cierto es que
se lo he prometido a mis nietos, y no me acuerdo de la receta. Sí, de los
rituales familiares que incluían cosechar las naranjas en el patio de la casa,
exprimirlas, pelarlas, cepillar y picar las cáscaras… No había celulares para
entretener a la turba de mocosos saludables e invasivos.
Aquí estoy en mi
cocina, armada de dos naranjas que gentilmente me regaló una vecina.
—No tengo más-
me dijo-. Las tiramos a la basura cuando aparecen.
«¿Cómo era?...
¿Con pepas o sin pepas? ¿Se maceraban en cal viva durante una noche?»
— ¡Pero, no! ¡Eso es para el zapallo en
cubitos! ¡Te lo enseñé mil veces!
— ¡Abuela; no te metas así en mi cocina! Dame alguna señal cuando vengas de
visita. Me dan palpitaciones.
— Bah, Doña Angustias… Calladita. Sentate y cerrá los ojos. ¡Vamos! ¡Sin miedo,
que estoy en el Paraíso y no necesito espantar a nadie!
Un soplo de brisa desde el patio. ¿O una caricia de la abuela? Una caricia que
desprende sabores… sensaciones… tiempos… técnicas…
— Tenés las manos tibiecitas. Como si…no…
— Como si estuviera viva. ¡Sí, señorita! ¡El amor no muere! Respirá hondo y
contá hasta cinco
— … tres, cuatro, cinco. «¿Fue un beso?»
¡Ah, cierto! ¡Se dejaban en salmuera
toda la noche… Después se lavaban bien a fondo y se dejaban impregnar de
almíbar. ¡Uy. Ya te fuiste!
Me asomo a la puerta del jardín. Por detrás de la copa brillante y dorada del
naranjo, se escapa una nube preciosa, regordeta y sonrosada. En el enredo de
memorias y emociones, me repica “azul un ala” sabe Dios por qué… Le digo ¡gracias! Y le soplo un beso.
A lavar naranjas…
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