En
el atardecer, la selva de helechos brillantes y majestuosos llovía luces
húmedas. Caín y Abel, los dos cachorros de dragón, jugaban al tute. Caín era
siempre el tallador; mezclaba los naipes y se relamía ordenando las cartas a su
favor. No siempre ganaba, a pesar de sus mañas. La semana anterior habían
jugado por la sonrisa del Eterno, y Abel había ganado.
Hoy decidieron jugarse el turno para compartir la
yacija de Awan. La dragoncita no sabía nada de su papel en el juego, y siguió
durmiendo rodeada de mariposas.
Un escarabajo diligente limpiaba el terreno y
Caín lo pateó. El bicho quedó patas arriba lejos de la bolita de desperdicios Abel
lo puso otra vez panza abajo, cerca de su basura.
Caín no dejaba de calcular; y Abel, que se aburría,
siguió admirado, el quehacer del escarabajo. Tanto, que se fue gateando detrás
del bicho, ¿Presentiría su futuro de muerte y resurrección?
Caín decidió repartir los naipes truqueados… Allá
lejos, Abel reptaba hacia el ocaso, emulando al escarabajo.
“A la ocasión la pintan calva”…
Por las dudas, Caín llegó y los pisoteó hasta enterrarlos debajo de los naipes. Luego
volvió por el trofeo; la suerte estaba echada.
También la de Awán: engendrar dragones
aburridos, lujuriosos y avarientos que desgastaran la Tierra, mientras los
dragones laboriosos la iban regenerando.
Caín no mató a Abel; lo empujó a su propia
resurrección eterna… Según los antiguos egipcios, creo… ¿O estaba en la Biblia?
—¿…?
—¡No lo sé! ¿Venimos de los dinosaurios?