viernes, 22 de julio de 2016

¡Oh, capitán, mi capitán!

 Este bellísimo poema de Walt Whitman me conmovió en "La sociedad de los poetas muertos". Impresiona la riqueza de expresiones encontradas: triunfo , esfuerzo, gloria, muerte.
¡Oh, capitán! ¡mi capitán! nuestro terrible viaje ha terminado,
el barco ha sobrevivido a todos los escollos,
hemos ganado el premio que anhelábamos,
el puerto está cerca, oigo las campanas, el pueblo entero regocijado,
mientras sus ojos siguen firme la quilla, la audaz y soberbia nave.
Mas, ¡oh corazón!, ¡corazón!, ¡corazón!
¡oh rojas gotas que caen,
allí donde mi capitán yace, frío y muerto!

o captain my captain colored by rorisilverstone
¡Oh, capitán! ¡mi capitán! levántate y escucha las campanas,levántate.      
 Por ti se ha izado la bandera, por ti vibra  el clarín;
para ti ramilletes y guirnaldas con cintas,
para ti multitudes en las playas,
por ti clama la muchedumbre,                      
  a ti se vuelven los rostros ansiosos:
¡Ven, capitán! ¡Querido padre!
¡Que mi brazo pase por debajo de tu cabeza!
Debe ser un sueño que yazcas sobre el puente, derribado, frío y muerto.                                                                                                     
Mi capitán no contesta, sus labios están pálidos y no se mueven.                          Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad.

La nave, sana y salva  ha anclado,  su viaje ha concluido.
De vuelta de su espantoso viaje, la victoriosa nave entra en el puerto.
¡Oh playas, alegraos! ¡Sonad campanas!
Mas yo, con tristes pasos,                                                                                             
recorro el puente donde mi capitán yace, frío y muerto.

jueves, 14 de julio de 2016

                                La infantilización inducida o deliberada del mundo

Así llama Javier Marías, escritor y Miembro de número de la RAE a la precariedad en el dominio de la lengua. Comparto su opinión, integrada en "La Escritura Transparente" de W. Lyon.
 Cada vez hay más gente adulta a la que le da reparo mostrar un buen dominio de la lengua, hacer gala de un léxico rico, comunicarse con claridad y exactitud, lo cual lleva rápidamente a que dé lo mismo lo que se diga, con el pretexto de que en todo caso «se me ha entendido». También se entendían en lo fundamental los prehistóricos que carecían de lenguaje. El desarrollo y perfeccionamiento de este, su progresiva sutileza, han sido sin embargo el mayor logro de la humanidad, al que los actuales humanos —por lo menos los españoles— parecen deseosísimos de renunciar.

jueves, 30 de junio de 2016

Las vueltas de la vida

  El momento preciso

El anciano encontró la llave en el punto exacto; lo supo cuando vio el cadáver del árbol centenario, erguido en medio del desierto. No era una visión estimulante; auguraba dolor y muerte.

El anciano sintió un ligero escalofrío: la duda y el miedo luchaban en su corazón, contra la sabiduría ancestral: “El destino está trazado desde la eternidad; pero  lo vamos construyendo día a día.  De ti depende encontrar la llave cuando llegue la hora final.”

Respiró hondo y aceptó el apoyo del árbol; unos segundos, y sus sombras coincidieron sobre una extraña piedra plana, solitaria y enorme; había llegado el momento.  Si titubeaba correrían los segundos, la piedra mutaría en un charco pestilente y voraz, y  la llave  no sería suya.
 Seguro de la voz de su corazón, alzó la roca; la sintió liviana, como si fuera un haz de hierba seca que se desparramaba en la brisa. Ahí, delante de sus ojos brilló la llave del Paraíso Original: el mítico Jardín de la Inocencia. El anciano la sostuvo entre sus manos; vio su historia reflejada en ese espejo y sonrió feliz.
 Unas manos desconocidas le cerraron los ojos y cubrieron con la sábana su cuerpo gastado, mientras él se marchaba con el sol para vivir su eternidad.

*******

La hora del amor
El anciano encontró la llave en alguna de las tantas vueltas de su vida. Así se lo explicó a su mujer el sexto día consecutivo de llovizna, a los cuarenta y ocho años de matrimonio. Elisa y Rubén sorteaban el fastidio en una nube de vapor de eucalipto, ‘con buen humor y mucho amor’.
Rubén hacía “zapping” en la tele, en su biblioteca y en los álbumes de fotos. Elisa inventariaba los armarios, tarareaba canciones viejas y jugaba con sus bonitos recuerdos.
Rubén se detuvo,  de pronto,  en las fotos de una fiesta: la despedida a Cecilia, una ingeniera de la Facultad. «Preciosa. Inteligente. Alegre… ¡Cuánto coqueteo en oficinas y pasillos!...  La fiesta de celebración y despedida por su beca…»
—¿Te acordás de esta chaqueta?— Elisa entró  y se sentó a su lado— ¡Qué bien te quedaba!¡Ocho talles menos, viejito; ja , ja, ja!
—Ah, sí. ‘El traje de ceremonias’;  ja, ja, ja… Justo estaba mirando fotos de la Facultad… Otra vida…
 —¡Ahí estás con la chaqueta! Señor Decano… ¡Qué elegante es usted! … Esa chica es la que se fue a Alemania, ¿no?...  1970… Nacimiento de Ana… —Sacudió la chaqueta. Algo tintineó en el piso. —Una llave… No es de casa. ¿De dónde sería?
—¿A ver? … No… «La sensualidad de su cuerpo, mientras bailábamos.  La mano de Cecilia dejando su llave  en el bolsillo de mi chaqueta: “Profe, te espero”. Y vos, Elisa, en casa, embarazada y malhumorada…»
—¡Eh! ¿Estás aquí?  Te preguntaba de dónde sería la llave.
—No sé. No me acuerdo... «Y conste que no fui;  me volví a casa.» —De alguna de las vueltas de mi vida, señora; ¡qué se yo dónde la encontré! Guardala con la chaqueta, no más.
—Pensaba donarla a Cáritas…
—Bueno. Tirá la llave, entonces. ¿Te cebo unos mates?
—Dale. Dame un beso, también. Te amo.



La Señorita Pérez


Nadie parecía preocuparse de la apariencia de Teresita Pérez.  A su alrededor, los otros empleados del Banco,  y el público seguían esperando, escribiendo, pagando, firmando.
¡Pobre tonta Teresita! Iba superando, psiquiatra de por medio, su traumática aventura. Había crecido y mudado a la ciudad, pero estaba llena de angustia.
La llamé a  la Gerencia y señalé con mi mano llena de anillos su ridículo sombrerito rojo:
—¡Quíteselo inmediatamente!— rugí. — Es inadecuado para atender la Caja.
 Me miró fijo; no abrió la boca, pero sé que la dejé aterrorizada,  llorando por dentro. ¡Cómo temblaba ante mis manazas peludas y mis ojos fulgurantes!
«No puede ser el Lobo», pensó confusa, mientras destapaba su moderna melenita brillante.
Que no se admitiera su caperuza le parecía una blasfemia. Le había prometido a su abuela que usaría siempre el tocado tan conocido y llamativo.
Yo me dispuse a saborear la golosina de su miedo  y su ñoñez; pelé un chocolate y me relamí los bigotazos.
—Mmmm— dije con la boca llena.—Y ahora, retírese, señorita Pérez.
Se volvió temblando sobre sus tacos aguja. Estiró su minifalda negra y se alejó por el pasillo. Ella estaba sintiendo que yo codiciaba sus suaves caderas.
Volvió al salón y guardó la caperuza en su box.  Después ocupó su puesto, tironeada entre mi agresividad y la cercana presencia de tanta gente ajena a su vida. Las pantallas de las computadoras  absorbían la atención del personal; los clientes contaban billetes, dialogaban con los asesores y se retiraban; parecía un día más.
«¡Qué satisfacción pisotear tanta ñoñería!» me dije.
No veía las horas de llamarla otra vez. 





miércoles, 25 de mayo de 2016

"Felicidad de Amor" y "Miedo de Amar"


          Felicidad de Amor
     Floreció tu presencia  en mi amargura,
     En la hora más cruel, en un silencio
     Lacrimoso  y estéril.
     Invadiste mi ser con tu ternura,
     Con tu caricia alegre y animosa.
     Imprevisible sol en mi neblina,
     Diluiste mis sombras  infinitas;
     Alumbrando pasiones ignoradas,
     Desgranando en mi boca una sonrisa.
   ¿De dónde apareciste,
     Enredado a mis nuevos despertares
     Amarrado a mis sueños para siempre?
     Me  reencuentro,prendida de tu mano,
     Oliendo el aire lleno de armonías.
     Respirando con vos, un nuevo día. 


RESPONDIENDO A BORGES, en " El Amenazado" 
 ¿Miedo de amar?
¿Por qué le teme al amor, amigo Borges? ¿Será  temor a lo desconocido?
Puede ser, pero no tema desnudar su alma en un acto de amor sincero y pleno.
Despójese de ensueños imprecisos, de leyendas y mitos; despójese de la comodidad  del egoísmo
Busque su propia savia para unirla
 a la savia de este otro despojado que la pide.
Y usted descubrirá que entre los dos
 El horizonte es menos utopía y más cielos de vida.

lunes, 9 de mayo de 2016

Esmeralda


Esmeralda

La primera vez,  entré a limpiar los vidrios de la salita, su oficina y dormitorio ocasional.  El patrón, repantigado en el sofá, fumaba una pipa; yo lo miré, apenas.
— Con permiso, patrón.— Y entré cargando balde y estropajo.
—¿Vos sos Esmeralda?— preguntó en medio de una nubecita de humo.
—Sssiii, patrón.
Era un hombre parecido a cualquier otro de los alrededores: moreno, corpulento, pero no fuerte; y medio enfermo de comilonas y tabaco.   Pero tenía un destello de distinción en su ropa, su peinado, su modo de hablar. Era  el patrón, el amo.  Catorce años tenía yo; él, más o menos cuarenta.
Se paró, altísimo, junto al escritorio y me clavó sus ojos achinados:
—Es- me- ral-da  ¿Conocés las esmeraldas?—Mostró el anillo que refulgía en su mano; la piedra guiñaba oronda;  la miré curiosa, y me pareció muy bella. —Podría regalártela, algún día, si te portás bien. Vale sus buenos pesos.
—No, señor. Yo gano mi sueldo. Los regalos no son para mí— dije en voz baja, y le di la espalda, para iniciar la tarea.
Como si no me hubiera oído dijo: —No sos nada fea, vos.  Buenas formas.  ¿Tenés novio, o marido?
—Emm … ¡No, patrón! Soy muy chica… Y… 
 Aunque estaba avisada por mi gente y por mi instinto de sierva, no lo sentí llegar: sólo una de sus manos en mi pecho, y la otra por debajo de mi pollera, me avisaron que estaba detrás, y que yo era cosa suya.  Hurgó, manoseó, desnudó… Yo sollozaba, pero tenía…¿ miedo de escaparme, de gritar?, ¿curiosidad ansiosa? Lo dejé a su antojo, como si él fuera un médico que tenía que hacerme doler, gemir y  sangrar…¿porque yo estaba enferma, sucia, tal vez? 
«Sucia, seguro» como decía mi ‘mama’; porque entre jadeos y besos el miedo y la vergüenza se me iban yendo, en una llamarada cálida que me recorría hasta el alma.
 Mi cuerpo y el suyo me revelaban sensaciones desconocidas hasta entonces; y mi alma se despojaba de intuiciones y enseñanzas de infancia; «Las mujeres limpias son del marido; y no  disfrutan con “eso”;   se lo aguantan.»  decía mi madre; supe que no era así, que podía sentirse agradable; y que un amo era un amo: descubrí a la vez  el odio y la lujuria.
De pronto, me soltó.
—Andá, Esmeralda, andá nomás, —dijo con voz grave y fatigada— Una piedra preciosa para mi joyero. No  dejaré que nadie más te engarce.
Lo miré de frente.  Como debía hacerlo, por mi propio respeto,  escupí a sus pies; después acomodé mi ropa y mi pelo, y me fui a paso cansino hacia el patio del fondo, mientras lo escuchaba silbar.
En la pieza de servicio, Amalia me encontró llorando. La cocinera no necesitó que le contara nada; me acarició la cabeza; hizo que me lavara y me trajo un té .
—A todas nos ha pasado, con el padre, o con él;  a nadie le extraña, ni hay forma de evitarlo; necesitamos el trabajo, ¿no? Por lo menos vos no te vas a quedar embarazada; es estéril.
Pobre Amalia; suponía que me consolaba en la deshonra y la vergüenza. Yo seguía llorando, porque no estaba del todo  bien lo que me pasaba; pero tampoco quería que dejara de hacerlo: era una fuerza nueva en mi persona, en mis ideas y en mi cuerpo ; yo quería ser su Esmeralda vibrante y… la dueña del precioso anillo.
Durante algunos días fue como un fantasma encarnado.  Pasaba sin verme ni hablarme; pero yo sentía que me rondaba como el aire, y me requería dentro del alma. Había sembrado en mí el anhelo de su presencia y de su energía; y la ambición de la joya; pasaba cerca,  hecho voz, sombra, portazo. Entonces, de repente, pidió  que le sirvieran su  café  en la salita;  y allí estaba , corporizado, potente, dominante: el amo .
Así, durante veinte años, me hizo saber que le pertenecía, aunque yo lo escupiera, lo arañara o le arrancara mechones de pelo y de barba; era mi papel en el escenario. Siempre muda, siempre dispuesta y deseándolos a la vez, a él y a su esmeralda.
—Esmeralda; cálida, bella y brillante. Sí que te portás bien, Esmeralda, — ronroneaba sobre la alfombra, mientras yo le alcanzaba su ropa antes de volver a mi cama. —Habrá que darte un premio algún día.
Después volvía a ser el fantasma indiferente, desparramado en su sillón, o galopando entre sus peones.
La vida en la casa parecía apacible; pero vibraba una niebla de rutina y desinterés que envolvía el ambiente silencioso. Durante el día  lo escuchaba llegar y  llamar a Laura, su esposa; los oía discutir elegantemente en el salón, siempre pulcros y correctos; los veía salir, cada cual en su coche; y a él lo escuchaba volver, llamar a mi puerta y  encerrarse sin más en la salita; sabía que lo había oído. Yo nunca le fallé.
Pero sí le falló el corazón, una noche cualquiera, cuando terminaba de vestirse;  y entonces le apreté la almohada contra la cara para que se muriera de una vez. Sólo cuando cesaron sus estertores noté que no tenía puesto el anillo.
Cuando volvimos del cementerio, Laura revolvió la pequeña habitación; buscaba entre los libros y las carpetas, en los cajones, entre los almohadones del sofá.
—¡Nada!— rezongó sin perder su elegancia. —¡Bah! A mí me sobran joyas. Que le sirva de veneno a la que herede esa esmeralda. ¡Maldito farsante presumido!
Y  me mandó a limpiar y cerrar la salita.
Todavía no sé si era su espíritu o la cortina, pero desde la ventana me llegó su voz: «Es tuya, Esmeralda; ahí está; fijate.»
«Ay, Virgen Santa, San Roque, un fantasma»; desgrané temblando mi letanía , marcha atrás hacia la puerta.
«Bah; tantos santos; es tuya; sin rencores; siempre te portaste bien y yo no;  nadie se muere el día antes»
Medio alelada sacudí la alfombra; entonces la vi brillar; y me la acerqué bien a los ojos para cerciorarme; yo, la buena Esmeralda, encontré el anillo en aquella hendedura del parqué;  y me la guardé en el delantal.  «¿Quién sino yo podría reclamarla?»  
Pasaba la noche sin que hubiera podido dormir. El sombrío fantasma de la culpa  revoloteaba sobre mi cama y, como un mosquito, siseaba alrededor de mi cabeza.
Al amanecer, cansada de espantarlo con recuerdos y rezos,  lo metí bajo la almohada, junto a la esmeralda, para asfixiarlo otra vez.  Y esa tarde renuncié y me fui para siempre… con la esmeralda que, por supuesto, no respiraba, pero brillaba burlona y feliz.


viernes, 29 de abril de 2016

La diosa cautiva

Ya era casi de día. Como siempre, Eos, la Aurora, se despedía de Selene; ella se iba a dormir, agotada y malhumorada por su destino: apenas si podía, por unos segundos, disfrutar de la habilidad de su hermana para inundar de tenues pinceladas los mares y las praderas; mucho menos, del poder inmenso de Helios que doraba los trigales y la espuma de las olas; su hermano mayor la enceguecía y no podía ver nada de la Tierra.
Su mundo era, desde siempre, de oscuras rocas y polvo, en medio de un silencio quieto y eterno; altas montañas bordadas de lava; simas hondas con corazones de hierro fundido; algunas redondas como un sombrero de copa hundido en el regolito, el incesante polvo de metales; calores de infierno, fríos imposibles. Y ella estaba allí, plateada y transparente, indestructible, consagrada por Zeus para preservar el equilibrio de los astros. Una diosa cautiva de su honorable deber, como tantas veces sucede.
Cuando Eos pasaba por la Luna —como llamaban los humanos al lóbrego mundo de Selene— le dedicaba unos minutos a su hermana, su gemela. Las dos hablaban y giraban, giraban, porque la vida dependía de su danza. Igual, giraba Helios, pero él era más solemne y parco; la iluminaba y partía.
En las mañanitas azul-gris, mientras hablaban, Eos iba despertando a los pájaros.
— ¿Oyes cómo cantan? —le preguntaba, girando y sacudiendo sus manos transparentes
—No sé si oigo o lo presiento a tu lado. Aquí, en realidad, no se oye nada.
—Es porque no tienes aire ni viento, hermana. Entre nosotras, no hace falta porque estamos tan cerca y nos hablamos con el corazón.
Otras veces le contaba de las flores, de los arroyos. Y, a veces, de la gente y de los poetas.
—¡Cómo te aman en la Tierra! ¡Si supieras cómo cantan sobre ti, cómo te imaginan y anhelan llegar aquí, cómo sueñan con tu luz!
—¡Qué pueden amar y desear! ¡Rocas, lava, silencio!
—Ellos te ven cuando te ilumina el sol; no lo sabes, tal vez, pero te ves muy bella, muy blanca y serena, contra el cielo de la noche.
—Quiero conocer la Tierra. Ayúdame, por favor.
–Se me ocurre algo: Hablaré con nuestros primos, Artemisa y Eolo; sabes que ella protege la naturaleza, y él gobierna los vientos. Tal vez entre los dos… Te veré al amanecer.
Selene, resignada aunque expectante, se recostó a esperar el regreso de su hermana.
Cuando pasó la noche, Eos volvió con un curioso regalo: un cuerno de recambio de una cabra de las montañas.
–Es para ti. Lo encontró Artemisa; es mágico porque ella y Eolo lo han besado; te piden que lo pongas en tu oreja derecha, y lo acerques a la membrana que te rodea. Dos veces en cada jornada, Eolo agitará el viento para que puedas escuchar por aquí, las voces de la tierra; a ver… pruébalo ahora —le dijo mientras le ayudaba a colocárselo.
El pálido rostro de plata de Selene se iluminó, de pronto, con una sonrisa maravillada; por primera vez la acarició el aire y aleteó su cabello en la brisa mágica que brotaba del cuerno áspero y blanquecino.
Entonces escuchó la canción de Federico: «La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos»; la de Gastón Figueiras : «Luna, luna, luna: ¿Tienes madrecita? Dile que esta noche tú quieres jugar. Baja, y con nosotros ven pronto a cantar»; la de Atahualpa Yupanqui: «Yo no le canto a la luna porque alumbra, nada más; le canto porque ella sabe de mi largo caminar»
Avanzaba el día. Eos se fue alejando y Helios relumbró sobre las primeras lágrimas emocionadas de la diosa cautiva.

sábado, 9 de abril de 2016

Memorias de un gato y de otras almas




              Es un  fresco mediodía de otoño. En una ráfaga de recuerdos y deseos, decido buscarla.  Quiero su espacio que es casi mío; sus mimos; el plato con leche… Y deseo acurrucarme en las piernas de ‘Amor’ (debe de ser su nombre), fingir que me he dormido, y absorber toda su historia y la de ‘Querido’.
            Voy avanzando, de tilo en tilo, hasta la copa del más próximo a su ventana. Como siempre, está entreabierta; es maniática de la vida sana y de la ventilación. Atisbo, pero  ella no está en su cuarto. Espero. En realidad,  no tengo apuro por entrar; me recuesto en la rama; mi cola  enroscada toca el hocico;  con los ojos cerrados disfruto del vientito; me anticipo al bienestar de la mullida cama de la señora.
Por la ventana del galponcito se ve la figura maciza y hosca de ‘Querido’. Entonces la veo. Está subiendo a su coche. Parece que sigue muy enojada.  Con un portazo estridente, cierra el auto y arranca.          
                                                                        ***
  Mi esposa acaba de sacar el auto y ya se aleja sin despedirse;  yo sigo acomodando el galponcito; quiero aprovechar el fresco mediodía de otoño; el trabajo puede ser una terapia en las crisis.
«En este rincón, la pala;  en este, las tijeras de podar…» «¡Una llave!» «…los tiempos felices en que, ¡zas!, nos llenábamos el uno del otro en cualquier rincón… » ; «entonces teníamos duplicados de las llaves»;  «ja…nunca se usaban»«se nos perdían y no nos hacían falta».
             La llave me roza el pecho desde el bolsillo de la camisa. Por momentos me siento eufórico por haberla encontrado.  Pero la mano enérgica de la razón «o mi profundo rencor, o mi dolorosa incertidumbre» me devuelve al pozo de trajín y fastidio.
                                                                        ***
       Mientras voy a mediana velocidad hacia el Centro Comercial trato de no pensar en el regreso.
 « A los cuarenta, una se siente plena, activa;  urgida por la vida social y cultural; ¿por qué  no se puede esperar demasiado del marido? Los sábados no se mueve de la casa; todo es el maldito jardín: la niña de sus ojos.  ¿Cuándo se volvió tan hosco, tan primitivo y anodino?; hasta el gato es más interesante, más suave y hermoso; al menos  se calla cuando leo o quiero escuchar música; al menos pasea y disfruta de mi cama. A veces lo sueño, y parece que me comprende.  Bah. No tiene caso…»
«Listo. Pasaré por el Banco a retirar mi renta. Después compraré algo distinguido, fino; no sé si “casual” o “formal”. Y algún otro buen perfume; nunca están de más. Es imperdonable que me deje estar así, hastiada: no soy su abuela; parece que si no es serio y responsable lo van a castigar»
« ¡Oh; viene Andrea Bocelli a la capital! No me lo pierdo; ya mismo compro la entrada; su alteza estará, seguramente, muy fatigado, ocupado o endeudado y no querrá acompañarme; total dirá lo veo por You-Tube».   
***
Mientras mi cabeza busca ordenar el caos de herramientas y trastos inútiles, mi  alma intercambia impulsos, emociones y recuerdos.
En algún momento, el gato se ha metido aquí. Se sentó sobre la pila de latas vacías, y me mira; como siempre, una mezcla de Buda dorado, inspirador y borracho sentado en la vereda.
«¿Por qué esa mirada imperturbable? Me desconcierta. Parece que emitiera mensajes crípticos. Como los que a veces vibran mientras duermo; y  que terminan en alguno de nuestros peores días. ¿Será mi castigo?»
De pronto, la llave vibra en el bolsillo de la camisa; ¿un puente de comunicación?
  «¡Vamos! ¡Sube! ¡Abre!»  
« Es mi castigo. La estoy perdiendo ¿Qué podría hacer yo, en su dormitorio?» « Unos guantes de lona, resecos»  «acariciarnos»  «¡Al  basurero…!»
«Recuéstate en la cama. Espérala»
«Un pedazo del cerco oxidado»  «¿Y si cambiamos este cerco, querido? Todos ven el jardín  cuando pasan. Quiero esperarte boca arriba en el césped hasta que llegues»,  susurraba encendida.  «Fuera. ¡Cuánta basura!»
«No te acobardes. Vuelve a mirarte al espejo, por detrás de su imagen, mientras le deshaces  el peinado…»
«¡Qué bella la tapia con jazmines! Sólo nos mira la luna, amor... la llamaba en secreto.»
«Y de pronto, cualquier noche…Déjame; no estoy de humor; me voy a mi cuarto; no entres.  Sus tacos resonaron en los escalones… Un portazo… Clic, clic, SU llave».
«¿Cuánto hace que estoy amontonando chatarra?»
«¿Qué pasa, corazón? ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? »
«No elegiste bien; aguanta tu castigo, hubiera dicho mi abuela».
 «. Exige lo que es tuyo...Vuelve a saciarte de su suave perfume; vuelve a sentir tu cuerpo  ansioso,  ardiente… Y sus brazos y su boca que  responden a los tuyos».
«Ah… Estos bidones viejos… Puro estorbo» «¿Por qué? ¿Por qué?»  
«Merecería que rompieras sus perfumes y rociaras el cuarto con lo que queda del  kerosén…»
         Y salgo, ciego, furioso. Detrás de mí se derrumba una  pila de latas vacías.  El gato corre como espantado y se trepa al tilo. «Abrir la puerta»… «Abrir la Caja de Pandora». «Conocer a los demonios  que te alejan»…
***         
«Se  está poniendo demasiado fresco para ti, gato viejo»
Desenrollo  la cola entre las hojas amarillentas, tan doradas como mi pelo,  y avanzo  hacia la ventana.
«Ah… Restregarme contra los frascos y las maderas perfumadas…Arañar la seda de las colchas… Hundirme en su almohadón de plumas… Leer sus sueños y llenarlos de misterios y fantasías»
Un vuelo breve. «Aquí, aunque ella no esté, se la siente, tan viva, tan cálida; es tan hermoso»
Apenas  una ráfaga sutil, y mis patas, hojas sueltas del tilo, aterrizan sobre los cosméticos, que tambalean. ¡Algo se rompió!. Seré castigado, ya lo sé. Pero no me importa. Hay mucho más que unos gritos y un zapatazo en el lomo.
***
        Trepo la escalara, jadeante, llave en mano. «Quiero esperarte en nuestro cuarto. Besar, acariciar, golpear, sofocar,  poseer, desgarrar»
«Serás castigado»… «Serás castigado…», canta el gato en mi cabeza..
         Detrás de la puerta estallan cristales en el piso.  «¿Has vuelto, amor». Me sobresalto, angustiado.  El fino perfume envuelve el pasillo desde el cuarto cerrado; tiemblo enloquecido de ira, miedo y deseo.
        La llavecita gira. La puerta se abre, chillona, como herrumbrada. Oigo que frena el auto. «¡Tu cabello dorado sobre la almohada…! ¡Has vuelto…!» «¡Este gato odioso; otra vez en la cama!» «¡Y ha roto el perfume!» «¡Debo irme!»...antes de que me … encuentre… y me castigue…»; me duele el pecho… me ahogo… me estoy muriendo… muriendo…  
He caído junto a la cama; percibo el rayo dorado que salta hacia el tilo. La voz del gato (¿dónde está?) me llega otra vez en esas ondas misteriosas: «Claro que es tu castigo. ¿Reconoces los demonios?  Sabes que estás loco, ¿no? Ya hace dos años que chocó en la autopista; manejaba furiosa porque la habías golpeado y roto sus perfumes»
                                                                          ***
  Freno el auto delante del tilo. Nuestro minino gris, rayado de negro, baja perezoso desde la pared con jazmines. Se restriega, mimoso, en los jeans de mi marido, que me espera junto a la cochera.
—¿Ya pasó, amor? Esa carita iluminada me gusta más— Y me envuelve con sus brazos y su sonrisa.
—Mmm… Sí, señor. Así de fácil. Esperar que me vaya al centro a comprar algo lindo, y te
perdone.—  Me acurruco contra él al otro lado del gato.
—Sí; ya sé.  Soy antipático, troglodita; pero me encanta mi casa, el gato y la jardinería; y te amo; no sigás enojada, amor.
—Mmmm ¿Me acompañás a ver a Bocelli, en quince días?; traje entradas para los dos, aunque no te lo merecés.
—¡Derrochona! ¡No tenés remedio! —se ríe.
 Y nos vamos adentro, tomados de la cintura, seguidos de nuestro michi.