Varias veces durante el día, el perro le gruñó a la sombra que se
asomaba desde alguna grieta de la pared, o por debajo de los muebles; la
dominaba con un ladrido si avanzaba hacia el dormitorio: “todavía no”; después,
él volvía a arrinconarse, para descansar los huesos.
En plena madrugada, el Tobi se agitó en el rincón de la cocina; se
levantó cuando el viejo salió del dormitorio; lo husmeó desconfiado y nervioso:
había pasado junto a él sin regalarle ni siquiera un silbido cortito.
Con la
cola baja, lo fue siguiendo mientras preparaba un té de yuyos y hurgueteaba en
el botiquín. El hombre se estaba portando diferente; sonaba diferente, con sus
suspiros y sus hipos; olía diferente,
a desconcierto y miedo.
Con su ciencia de perro viejo,
entendió que faltaba poco. Le hociqueó el borde del pijama y se echó a la puerta; no debía seguirlo Arrastrando
las pantuflas, el anciano llevó el té y los remedios al dormitorio.
En ese momento, el viento empujó la puerta del
patio y el Tobi vio a la sombra que avanzaba decidida; esta vez no gruñó: sabía
que ya era la hora y que se llevaría los últimos gemidos de la mujer tendida en la cama. Rompiendo
las reglas, él también entró, a rastras, a la habitación.
El
hombre estaba sentado en el borde del colchón; le hablaba muy bajito a su
compañera y le acariciaba la cabeza. El
Tobi sabía que ella estaba muerta y que el amigo lo necesitaba especialmente.
Lamió las manos del dueño; él le rascó la cabezota y arrancó a sollozar; el
Tobi gemía; no era el dolor de su artritis: era un arrullo fraternal.
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