En el pueblo nos esperaban para el Samain. Pero la banda de
salteadores atracó el carro, lo vació y lo quemó. Destrozaron a tiros y
culatazos a mi familia y huyeron con nuestros caballos, regando el suelo con
las castañas que caían de las bolsas.
Yo estaba lejos del campamento. Permanecí agazapado en la
letrina de espinos; escuché los aullidos de mi gente, el estruendo de los
rifles y el galope de la fuga. Cuando reinó el silencio me animé a rondar los
restos del desastre.
Espanté a los
primeros buitres que se preparaban a gozar del banquete; volvieron a acechar
desde un gajo reseco.
No podía hablar ni llorar; me ahogaba una ira caliente que
me sacudía el corazón y el alma.
En algún momento se me desataron el hambre y un llanto
mínimo, casi seco; con los restos del incendio asé un par de castañas; las
mantuve rodando en la boca, pero no pude tragarlas; significaban fiesta,
familia, vida. Y yo estaba casi muerto entre mis propias ruinas.
Los buitres no abandonaban la rama mustia; presentían que la
vianda sería más abundante que al principio. El más audaz, o más hambriento se
lanzó en picada sobre el cuadro fúnebre.
Increíble: en medio de mi pasmo y de mi
debilidad salté hacia arriba con los dedos engarfiados para atrapar su cuello.
Sentí un picotazo en la mano y el aleteo de la bandada que nos abandonaba.
No sangré; al contrario, fue como haberme inyectado una
fuerza nueva, desconocida.
Velé a los míos hasta que atardeció. La ira había ido mudando
a indiferencia. Impávido, como si estuviera fuera de mi cuerpo, vi cómo mis
uñas crecidas y sucias desgarraban el vientre hinchado de mi hermanito y buscaban sus entrañas; sentí
que el pellejo sangriento pasaba por mi garguero. Después avancé a los saltos
sobre los cadáveres y rapiñé los ojos de mi madre y las manos agarrotadas de mi
padre.
Un manto tibio y oscuro me abrigaba del relente. Un somnoliento
bienestar me levantó hasta la maleza. Casi dormido sacudí mis plumas negras,
erguí la cabeza y le grazné a la luna creciente.
Con las luces del alba me despertó el llanto de los
parientes que llegaban a buscarnos al conjuro del humo y de los carroñeros.
—¡El pequeño Gastón!¡Gracias a Dios está vivo y no lo han
raptado!
¿Estoy vivo? Me temen, huelo mal, sueno áspero. Apenas me
alimento: la gente no deja ratones muertos a la intemperie ni me permite rondar
sus canarios. Desde los seis años vegeto en el monte. Ya ni siquiera me
extrañan.
Y cuando es luna llena, echo alas, plumas y garras; entonces
salgo de rapiña, como un buitre solitario. Los espíritus de mi familia,
comulgados en esa tarde siniestra, aletean en mí; no sólo buscan alimento;
esperan la noche de la venganza.
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