—¡Cuando las ranas vuelen!— contestó el rey.— ¡Qué
ocurrencia, hija mía! ¿No te gusta ser princesa? Y siguió su majestuosa
marcha hacia la sala del trono. ¡Para qué esperar que una niña de nueve años le
contestara!
«¡Entonces, es posible; algún día dejaré de ser princesa, y
jugaré en el patio, todo el día, sin escolta!» pensó.
Si supieran cómo se le había ocurrido. Fue cuando anduvo por
la zona de servicios, la tarde en que su “mademoiselle” se volcó una taza de té
caliente en la mano. Aprovechó la confusión para escabullirse y se asomó al patio
posterior de palacio; los chicos descalzos y desabrigados, jugaban muchísimo; mientras
ayudaban en la huerta o la cocina, se hamacaban en las ramas, se escondían en
la caballeriza, perseguían a los patos. ¡Era tan distinto de las “visitas”
semanales de las “petites dames”! Siempre modosas, silenciosas, manipulando
muñecas y comiendo masitas; y siempre con la escolta, en el parque o en su
cuarto.
Aunque trató de que no la vieran, un niño de su edad se le acercó.
—Soy Pedro. Vení, juguemos.
—No puedo ensuciarme; soy princesa.
—Ya sé. Pero una princesa puede hacer lo que quiera. Si no, ¿para qué
sos princesa? Yo puedo hacer lo que quiero.
—¿Podés buscarme una rana que vuele?
—A lo mejor. Viven en Madagascar. ¿Para qué la querés?
—Para ser menos princesa y jugar con ustedes.
—Se la pediré a un marinero amigo de mi papá. Yo te mandaré la rana
voladora en cuanto la tenga.
II —¿Las ranas vuelan?— le preguntó a la institutriz.
—Creo que solamente en los cuentos de hadas, Alteza; vamos, debéis
repasar las tablas de multiplicar y no perder tiempo en ensueños. Ah; y el supino
de los verbos que os enseñé ayer. Y, por favor, no os echéis a llorar. Sois una
princesa.
¡Pobrecita! No quería saber nada de matemáticas ni de
latines; tampoco le interesaba el protocolo de la vida real.
Estaba muy distraída y tristona. ¿La habría engañado Pedro?
¿O la institutriz no sabía todo lo que se puede saber?
III- Y una tarde… ¡Sorpresa! Pedro la llamó desde un macizo
del jardín; se había acercado a las ventanas de los aposentos con dos ranitas
voladoras. Con grandes aspavientos indicó a la princesa lo que sucedía en el
parque.
—¡Oooohhh! ¡Deteneos, Alteza!— gritaba la institutriz y corría detrás
de ella mientras bajaba las escaleras.
El rey, la reina y los ministros paseaban solemnes cuando
vieron unas jaulas misteriosas colgadas entre los árboles. Entonces conocieron
a las ranas voladoras. Eran muy bonitas y volaban como los monos.
—
¡Jamás las he visto! ¡Esto es brujería!— exclamó
el rey. La reina, por supuesto, se desmayó, pero como estaba encantada con las
ranitas se recuperó enseguida.
La princesa llegó sin aliento junto a sus padres y los
acompañantes. Venía en shorts y sin coronita.
Justamente en ese momento el Ministro de Cultura le decía al
Rey:
—Majestad. Existen. Ya os mostraré la nota en Internet cuando
terminéis vuestra partida de Candy Crush. A vos también, mademoiselle. Es la
cultura de hoy: estar abiertos al mundo.
Como la princesa no tenía la coronita, no corría el
protocolo; así es que pudo saltar, aplaudir, chillar y sacar a Pedro de su
escondite.
—Me voy a jugar al patio con Pedro y los otros chicos, papá. Me
lo prometiste, recuerda: será cuando las ranas vuelen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario