¿Qué puedo decirte desde aquí? desde donde no me podés
escuchar. Hay un tabique en el tiempo que está muy firme al lado de mi cama, un
antes y un después que no puedo remover. Me impide ver al otro lado y quedo
confinado, aquí, en una zona blanca, yerma, quedo aislado en una tersa nube de
claridad.
Tengo los brazos quietos al lado de mi cuerpo, la cama se
parece a un féretro inamovible que me mantiene quieto, inmóvil. No tiene
adornos ni asas para permitir el transporte de mis huesos, que, supongo
encalados cuando observo mi recubrimiento casi transparente atravesado por
pálidas venas azules. Tengo la piel adherida a las partes óseas, ya casi me he
convertido en un cadáver.
No exagero, casi me he consumido. Pero mantengo intactas
todas las sensaciones, menos el gusto. Puedo sentir el frío del aire quieto en
la habitación estéril. Es muy difícil poder pensar en cosas lindas para decirte
porque te veo poco y debo recurrir a la memoria que se apaga lentamente. Seguro
que recuerdas el crepúsculo que vimos juntos aquel día, en la Casa Blanca, en
Punta Ballena, cuando la bola de fuego se escondía entre las hilachas de las
nubes y, se hundía lentamente en el horizonte del río.
Y, por supuesto, tampoco puedo escribir. No me lo han
prohibido, no, pero mi sistema nervioso se ha desconectado. Por eso me es
imposible, además, poder brindarte una caricia, ni siquiera la que tenía en
mente antes de que ocurriera el trágico suceso que me ha traído hasta aquí.
Aunque no me lo han dicho hay algo que no funciona bien
dentro mío y, hace que, aunque mis oídos oigan, no pueda hacer gestos ni girar
el rostro. Quisiera ofrecerte los labios para que me des un beso. No podés
darte cuenta, cuando estás a mi lado, el esfuerzo que hago para hablarte, pero
ni siquiera alcanzo a girar mis ojos para que repares en la tristeza que me
invade. Por lo tanto, estás muy distante, tanto como la estrella del universo
más cercana al pequeño mundo de encierro que son los límites de mi cuerpo. Ni
siquiera mis ojos me obedecen. Estoy encerrado en mi propia cáscara. No sé
hasta qué punto me puedo considerar vivo todavía.
Las personas de guardapolvo que vienen a verme a diario
con cofias y guantes color crema, con instrumentos y agujas, a veces me hablan
y esperan que responda, pero no tienen suerte. Ya he intentado hacerlo muchas
veces. Ahora ya he desistido y me abandono sin remedio al aislamiento. Me he
resignado a dialogar conmigo.
Cuando me venís a ver, a vos también te exigen el
protocolo de la vestimenta y, eso me acongoja. No podés conocer mis respuestas
a las preguntas de tu mirada, pero si pudieras oír mis gritos interiores te
pondrías contenta porque aún puedo percibir los estímulos del amor. Las
cosquillas que me recorren el pecho cuando te veo son reales, aunque no la
registren todos estos aparatos que nos rodean, con relojes indiferentes y luces
de colores álgidos que hacen más patético el sitio en el que me tienen
confinado sin remedio.
Porque en realidad ya no hay regreso para mí. He tenido
el último episodio, he cruzado un umbral del que no se vuelve. Asisto a una
nueva angustia que me corroe la mente y me aleja del ámbito de tu corazón. Te
siento lejana, cada vez que venís, todos los lunes, a sentarte a mi lado.
Advierto cómo me mirás, cómo me acariciás con tu mano que pasa suave sobre la
mía, cómo se te caen las lágrimas casi sin que te des cuenta.
Si hubiese alguna ventana en el tiempo que transcurre, si
tuviésemos algún instante, pequeño, para decirnos algo, seleccionaría mis
mejores frases, las más lindas que tengo, para tocar tu corazón, sin que se
hiele, aunque solo sea para ver el esplendor de tu sonrisa.
Pero los he visto y he escuchado a estos gélidos hombres
de blanco que murmuran al pie de mi cama, con los rostros endurecidos y
abrumados, más por su fracaso para sacarme de aquí que por lo que yo significo
para vos.
Y no saben que yo escucho todavía. Ya sé que casi he
llegado al lugar al que todos arribamos, nuestro destino inapelable, la orilla
en la cual el mar de la vida deposita nuestra existencia para siempre. Pero,
escuchame, no te maltrates, no vale la pena sufrir por lo que no tiene remedio.
¡Ha sido tan hermoso haberte conocido! Todavía recuerdo
la primera vez que nos vimos. Hay días en la vida que son mágicos, tienen más
dimensión que los otros que pasan al costado, los que la corriente monótona de
un arroyo hace murmurar entre las piedras. Pero ese día, ¡qué bien que lo
recuerdo!; el sol brillaba de otro modo, los pájaros de Palermo cantaban
estridentes, el río se agitaba alegre moviendo las caderas en su baile contra
el Muelle de los Pescadores. Buenos Aires se hamacaba bajo su cielo de gloria
porque había nacido una nueva felicidad, una nueva delicia se sumaba a su
historia derrotando a la desdicha, a las innumerables pasiones contrariadas de
los porteños. La Dama Fluvial revive su esperanza con fortunas como la nuestra.
Se alimenta del néctar de los amantes para aliviar las condenas de los miserables
desgraciados, de los torturados que vienen a buscar el sustento a la Costanera
en los días pesarosos.
Desde aquí no puedo ver el cielo que está por encima de
los techos del hospital desierto y callado. El afuera me está vedado. Mi lecho
se encuentra muy lejos de la ventana y, además, la veo alta. Ni siquiera la
atraviesa el brillo de algún astro frío, de esos que transitan el firmamento
cuando cae la noche. La luna no pasa por ahí. El encierro me deja inaccesible,
alejado e irreparable, un juguete roto recluido en la celda del recogimiento.
Mi reloj se va a detener de un momento a otro y, no tengo
manera de dejarte las palabras que he pensado para vos, las más bellas. No sé
si alguien te las podrá hacer llegar, no se me ocurre el hay modo de que salgan
del cofre del pecho. Quisiera decirte adiós, pero ni eso me permite mi cuerpo.
Tendrás que ser vos la que vengas aquí a despedirme
cuando llegue mi ocaso. Tratá de que sea en un día soleado, no me demuestres la
pena de tu alma, decime algo lindo y, solo levantá la mano al irte. Mirame a
los ojos antes de desaparecer por esta puerta que va a permanecer muda, dejame
que tu recuerdo se duerma en mi memoria hasta que se apague para siempre.