La fila patética de los presos vestidos con pijamas inmundos, se desplazó desde los barracones por el
terreno helado y ventoso; no tenían edad: todos estaban aplastados por la misma desnutrición física y moral.
Pocos guardias flanqueaban la línea de espectros; no se
necesitaban demasiados para contener a estos infelices, tan ausentes ya…
David marchaba entre ellos; parecía uno más, tan flaco y tan
sucio como todos.
Día a día
recibió su jarro ardiente de bazofia; percibió el jadeo acatarrado de los
enfermos, obligados a cavar, tal vez sus propias tumbas; los vio caer y cómo los ultimaban a
culatazos; oyó el rumor sobre los desaparecidos, y olió el extraño humo acre.
Mientras iban
muriendo las esperanzas, una llama invisible calentaba todavía su corazón:
David iba cantando Salmos en su garganta
silenciosa. Eran su patrimonio de judío fervoroso: la Fe en Yahvé, lo que jamás le robaría la
miseria del campo.
“Tú
eres, Señor, mi Fortaleza, mi Roca, mi Baluarte, mi Libertador.”
No sabía si estaba enloqueciendo, pero una voz interior lo
cuestionaba: «¿Por qué no me
proclamas? ¿Tienes miedo de morir? Eres uno de mis elegidos»
La pregunta
crecía en la tragedia cotidiana; siseante, zumbona, clara…
…y se hizo enérgica,
esa mañana, cuando tuvo la visión: El
Sabbath de la infancia; la madre prendiendo los cirios; la Fe vibrante en la
alegría y el Amor de la familia; las velas que se consumían hasta morir entre
canciones y alabanzas…«morir
entre canciones de alabanza»…«volar al Hogar entre canciones
de alabanza»...
Entonces
estalló su canto súbito y vibrante: “Tú eres, Señor, mi Fortaleza, mi Roca, mi Baluarte, mi
Libertador”.
Y
el canto de otros que soltaban también, sus voces…
Y
también estallaron las balas; y mientras los cuerpos caían, ellos se veían,
sangrantes, desde el anhelado carro de
fuego de Eliseo, en que ahora viajaban.
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