En aquellos días, me regalabas manojos de margaritas. La
alegría de tenerte cerca, amor, exaltaba mi corazón.
Después vinieron el pavor, la desolación, la guerra. Y cada una de tus cartas
arrancadas a la hecatombe, arrastradas hasta mis manos, era una resurrección de
margaritas de esperanza.
Y un día terminó el horror. Unimos nuestras vidas y cada mañana fue, otra vez,
una alegría simple, pura y dorada.
¿Por qué de pronto sentí que crujían esas paredes de confianza?
Intuí tus dudas, tus experiencias nuevas, calladas y ocultas.
Y otra vez fue la guerra. Mi corazón era un campo de batalla
lleno de cicuta. Como no me quedaba claro a quién dispararle (a vos, que te
volviste hosco y reticente; a esa imaginada desconocida que te estaba raptando;
a mí que tambaleaba llena de angustia y confusión) las quemé en una fogata
insólita de lágrimas.
Nunca supe quién se había cruzado en nuestras vidas, quien
te desgarraba el alma con sus ojos y sus manos; quién tejía esa malla de culpas
en tus miradas y en tus silencios. Yo la imaginé hermosa y sensual, pero no la
busqué para implorarle.
En cambio cultivé para vos, las nuevas margaritas de
comprensión y diálogo franco, de serenidad y ternura.
Y supe que estabas liberado, cuando vi en tus ojos la chispa
de la confianza. Una luz dorada como el centro de una margarita.
Fabulous blog
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