Una batahola estridente pulverizó el silencio pulcro de la bibiblioteca del
abuelo. Y su dueño sonrió benévolo bajo sus bigotazos. «¡Qué podía esperarse de estos chicos! »
A él también
lo llamaban Topo. ¡Cuántas horas en esa biblioteca, develando los entresijos de
la humanidad! ¡Y cuántas mañas secretas!
Laura y El
Topo invadieron el pasillo de la derecha. Sus patines trazaban surcos dolorosos
en el parket. Gritaban como energúmenos en la cancha de fútbol.
—¡No, no te me vas a escapar, chinita desgraciada!
—¿A que sí, pavote? ¡Topo chicato!¡Topo
chicato!
Y en su risa tintineaba la secreta
sabiduría de la adolescencia.
Adolfito, El Topo, era bastante más
lindo y astuto que un topo convencional.
Sujetó bien sus anteojazos, giró sobre
sus patines y encaró en diagonal, hacia la izquierda, entre los sillones de
cuero, para cortarle camino.
Y alcanzó a su prima…
Mejor dicho, al borde de su melena
teñida de fucsia.
La sostuvo, tironeando como si fuera una
rienda y la apretó contra su cuerpo.
Y con el envión de los patines
aterrizaron sobre una poltrona María Antonieta forrada en raso carmesí.
Los libros meditaban, apretaditos en sus
filas estrictas:
«¡Lo que habría disfrutado aquella
reina, en su momento! ¡La misma poltrona en la que el circunspecto abuelito
leía sus sesudos tomos de filosofía!»
Desde la izquierda, revolotearon una
risitas: «¡O se despachaba a gusto con alguna mucama!»
Y entretanto, la reina siglo XXI
chillaba y se retorcía… y reía a carcajadas: “No, no, no. ¿Qué hacés? ¡No seás
asqueroso!”
Él susurraba; y revolvía adolescentes intimidades secretas.
Y los dos jadeaban en la pugna ancestral
de la pareja humana. Y se relajaban, en la cómoda elegancia del mueble.
Rígidos y oscuros, los libros de la derecha manifestaron su indignación ante tamaña grosería. Chispeaban las letras doradas de sus lomos.
Pero los de
la estantería izquierda, los de tapas de cartones brillantes y hojas ásperas…
¡Cómo se divertían, los muy pillos con este sainete inesperado!
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