El padre lo bautizó Sócrates, porque el chico era rápido
para entender y explicar cosas; una rústica familia de labriegos analfabetos,
los Sosa. Él no fue brillante en la escuela, pero siempre se lucía como
zapateador y caballero colonial en las fiestas patrias
Cuando se quedó solo, aunque no era demasiado leído ni
avispado, fue sacando adelante su campito: una hectárea de pastos y
frutales, bien trabajada y
rendidora; algunas cabras y un par de
caballos; un buen partido.
También se amañó para farrear y enamorar “chinitas”, y
escabullirse de las madres; con los padres no había problema: eran
desconocidos, o compinches de cualquier otro masculino cercano.
Las “chinitas” lo perseguían. Y él se dejaba querer, sin más
compromiso que acompañarlas como bailarín en las fiestas de la escuela, algún
beso robado, o un piropo al paso. Sacaba cuentas de tiempo libre, gustos y
gastos; se daba los primeros, y evitaba los segundos. Nada de regalos caros por más que fuera el
cumpleaños, o la Fiesta Patronal. Ya se sabe, las mujeres abundan y los hombres
escasean, como en todas partes. ¡Para qué encadenarse si tenía buena estampa y
estaba siempre listo y satisfecho!
A la Etelvina le tenía ganas;
le gustaba vestirse lindo y andar perfumada para las fiestas. Como había
heredado animales y casa y se manejaba sola con el campito, no le andaba
rogando La Etelvina era vivísima y
sabía esperar: algún día…Pero, mientras tanto, le aceptaba bailes y mimos.
Así es que Sócrates Sosa se estaba haciendo viejo y seguía
solito y sin apuro.
Bastante cuarentón, se volvía cada día “más o más”; dependía
de lo sobrio que estuviera: más atrevido y piropeador, si “no”; o más huraño y negativo, si “sí”.
Una siesta de otoño, en uno de los días “sí”, estaba sentado tomando unos mates Y entró a pensar
en su vida; y sintió cosquillas en
la cabeza y en la barriga. ¡Ave María Purísima! ¡Estaba deseando y pesando a la
vez! ¡La cabeza y el corazón trabajaban juntos!
Se le prendió la lamparita de los sueños: Una noche de invierno,
bien abrazadito a “la Etelvina”; una tarde de otoño, un paseo a caballo con la
china abrazada a la cintura, sintiendo las pataditas del chico por nacer. Le
latió el corazón y se le pintó una sonrisa.
«¡Pucha! Me gustaría tener una mujer linda, para mí solo, y un hijo, o
dos».
¿Será que era su día de suerte?
Como si la hubiera conjurado, vio a la Etelvina que venía pastoreando unas
cabras.
Linda, linda, no era; por algo estaba sola a los “treintaytantos”.
Pero sí, coquetona y decidida. Zonza, tampoco; el campito de Sócrates era
rendidor, y el rancho, grande y limpio.
—Buenas, Etelvina. ¡Cómo está la primavera, que hasta las flores
andan!
—¡Qué primavera, si es junio! ¡Ya está por caer la helada!
—¿Vos decís? ¿No tendrás frío a la noche, tan solita?
—¡Tan preguntón! ¡ Cosa mía, supongo! ¡Vos también sos solo!
Pestañeó. Se arregló la trenza
— Es tarde...Me voy.
Ayudame a guardar las cabras, si querés.
—Y me quedo con vos, ¿ah? Nos cuidemos juntos. — Y tentó un avance a
la blusa colorada y al poncho bordado de flores.
— ¿Quién te ha dado confianza para que me andés tanteando? Quedate
solo, no más. Ya te veo las intenciones. Mirá que yo soy cristiana y no me
“acollaro”; “casorio”, o nada. — Y empezó a irse seguida de las cabras.
¡Se iba!... El corazón de Sócrates le hizo saltar las barricadas, alcanzar el último cabrito y arrastrar las alpargatas a su ritmo. Casi oía tintinear sus principios: libertad y bienestar. ¿O le tintineaban las monedas que tendría que gastar a partir del “Sí” de la Etelvina?