La infantilización inducida o deliberada
del mundo
Así llama Javier Marías, escritor y Miembro de número de la RAE a la precariedad en el dominio de la lengua. Comparto su opinión, integrada en "La Escritura Transparente" de W. Lyon.
Cada vez hay más gente adulta a la que le da reparo mostrar
un buen dominio de la lengua, hacer gala de un léxico rico,
comunicarse con claridad y exactitud, lo cual lleva rápidamente
a que dé lo mismo lo que se diga, con el pretexto de que
en todo caso «se me ha entendido». También se entendían en
lo fundamental los prehistóricos que carecían de lenguaje. El
desarrollo y perfeccionamiento de este, su progresiva sutileza,
han sido sin embargo el mayor logro de la humanidad, al que
los actuales humanos —por lo menos los españoles— parecen
deseosísimos de renunciar.
Blog para recopilar y compartir mis escritos, fragmentos de lecturas que me han impactado y algunas informaciones útiles para escritores
jueves, 14 de julio de 2016
jueves, 30 de junio de 2016
Las vueltas de la vida
El momento preciso
El anciano encontró la llave en el punto exacto; lo supo cuando vio el cadáver del árbol centenario, erguido en medio del desierto. No era una visión estimulante; auguraba dolor y muerte.
El anciano sintió un ligero escalofrío: la duda y el miedo luchaban en su corazón, contra la sabiduría ancestral: “El destino está trazado desde la eternidad; pero lo vamos construyendo día a día. De ti depende encontrar la llave cuando llegue la hora final.”
Respiró
hondo y aceptó el apoyo del árbol; unos segundos, y sus sombras coincidieron
sobre una extraña piedra plana, solitaria y enorme; había llegado el
momento. Si titubeaba correrían los
segundos, la piedra mutaría en un charco pestilente y voraz, y la llave
no sería suya.
Seguro de la voz de su corazón, alzó la roca;
la sintió liviana, como si fuera un haz de hierba seca que se desparramaba en
la brisa. Ahí, delante de sus ojos brilló la llave del Paraíso Original: el
mítico Jardín de la Inocencia. El anciano la sostuvo entre sus manos; vio su
historia reflejada en ese espejo y sonrió feliz.
Unas manos desconocidas le cerraron los ojos y
cubrieron con la sábana su cuerpo gastado, mientras él se marchaba con el sol
para vivir su eternidad.
*******
La hora del amor
El anciano encontró la llave en alguna de las tantas vueltas
de su vida. Así se lo explicó a su mujer el sexto día consecutivo de llovizna,
a los cuarenta y ocho años de matrimonio. Elisa y Rubén sorteaban el fastidio
en una nube de vapor de eucalipto, ‘con buen humor y mucho amor’.
Rubén hacía “zapping” en la tele, en su biblioteca y en los
álbumes de fotos. Elisa inventariaba los armarios, tarareaba canciones viejas y
jugaba con sus bonitos recuerdos.
Rubén se detuvo, de
pronto, en las fotos de una fiesta: la
despedida a Cecilia, una ingeniera de la Facultad. «Preciosa. Inteligente. Alegre… ¡Cuánto
coqueteo en oficinas y pasillos!... La
fiesta de celebración y despedida por su beca…»
—¿Te acordás de esta chaqueta?— Elisa entró y se sentó a su lado— ¡Qué bien te quedaba!¡Ocho
talles menos, viejito; ja , ja, ja!
—Ah, sí. ‘El traje de ceremonias’; ja, ja, ja… Justo estaba mirando fotos de la
Facultad… Otra vida…
—¡Ahí estás con la chaqueta! Señor
Decano… ¡Qué elegante es usted! … Esa chica es la que se fue a Alemania, ¿no?... 1970… Nacimiento de Ana… —Sacudió la
chaqueta. Algo tintineó en el piso. —Una llave… No es de casa. ¿De dónde sería?
—¿A ver? … No… «La sensualidad de su cuerpo, mientras bailábamos. La mano de Cecilia dejando su llave en el bolsillo de mi chaqueta: “Profe, te
espero”. Y vos, Elisa, en casa, embarazada y malhumorada…»
—¡Eh! ¿Estás aquí? Te preguntaba
de dónde sería la llave.
—No sé. No me acuerdo... «Y conste que no fui; me volví a casa.» —De alguna de las vueltas
de mi vida, señora; ¡qué se yo dónde la encontré! Guardala con la chaqueta, no
más.
—Pensaba donarla a Cáritas…
—Bueno. Tirá la llave, entonces. ¿Te cebo unos mates?
—Dale. Dame un beso, también. Te amo.
La Señorita Pérez
Nadie parecía preocuparse de la apariencia de Teresita
Pérez. A su alrededor, los otros
empleados del Banco, y el público
seguían esperando, escribiendo, pagando, firmando.
¡Pobre tonta Teresita! Iba superando, psiquiatra de por
medio, su traumática aventura. Había crecido y mudado a la ciudad, pero estaba
llena de angustia.
La llamé a la Gerencia
y señalé con mi mano llena de anillos su ridículo sombrerito rojo:
—¡Quíteselo inmediatamente!— rugí.
— Es inadecuado para atender la Caja.
Me miró fijo; no
abrió la boca, pero sé que la dejé aterrorizada, llorando por dentro. ¡Cómo temblaba ante mis manazas
peludas y mis ojos fulgurantes!
«No puede ser el Lobo», pensó confusa, mientras destapaba su moderna melenita
brillante.
Que no se admitiera su caperuza le parecía una blasfemia. Le
había prometido a su abuela que usaría siempre el tocado tan conocido y
llamativo.
Yo me dispuse a saborear la golosina de su miedo y su ñoñez; pelé un chocolate y me relamí los
bigotazos.
—Mmmm— dije con la boca llena.—Y
ahora, retírese, señorita Pérez.
Se volvió temblando sobre sus tacos aguja. Estiró su
minifalda negra y se alejó por el pasillo. Ella estaba sintiendo que yo
codiciaba sus suaves caderas.
Volvió al salón y guardó la caperuza en su box. Después ocupó su puesto, tironeada entre mi
agresividad y la cercana presencia de tanta gente ajena a su vida. Las
pantallas de las computadoras absorbían
la atención del personal; los clientes contaban billetes, dialogaban con los
asesores y se retiraban; parecía un día más.
«¡Qué satisfacción pisotear tanta
ñoñería!» me dije.
No veía las horas de llamarla otra vez.
miércoles, 25 de mayo de 2016
"Felicidad de Amor" y "Miedo de Amar"
Felicidad de Amor
Floreció
tu presencia en mi amargura,
En
la hora más cruel, en un silencio
Lacrimoso y estéril.
Invadiste
mi ser con tu ternura,
Con tu
caricia alegre y animosa.
Imprevisible
sol en mi neblina,
Diluiste mis sombras infinitas;
Alumbrando pasiones ignoradas,
Desgranando
en mi boca una sonrisa.
¿De dónde
apareciste,
Enredado
a mis nuevos despertares
Amarrado
a mis sueños para siempre?
Me reencuentro,prendida
de tu mano,
Oliendo
el aire lleno de armonías.
Respirando
con vos, un nuevo día.
RESPONDIENDO A BORGES, en " El Amenazado"
¿Miedo de amar?
¿Por qué le teme al amor, amigo Borges? ¿Será temor a lo desconocido?
Puede ser, pero no tema desnudar su alma en un acto de amor
sincero y pleno.
Despójese de ensueños imprecisos, de leyendas y mitos;
despójese de la comodidad del egoísmo
Busque su propia savia para unirla
a la savia de este
otro despojado que la pide.
Y usted descubrirá que entre los dos
El horizonte es menos
utopía y más cielos de vida.
lunes, 9 de mayo de 2016
Esmeralda
Esmeralda
La
primera vez, entré a limpiar los vidrios
de la salita, su oficina y dormitorio ocasional. El patrón, repantigado
en el sofá, fumaba una pipa; yo lo miré, apenas.
— Con permiso, patrón.— Y entré cargando balde y
estropajo.
—¿Vos sos Esmeralda?— preguntó en medio de una nubecita de humo.
—Sssiii,
patrón.
Era un hombre parecido a cualquier otro de los
alrededores: moreno, corpulento, pero no fuerte; y medio enfermo de comilonas y
tabaco. Pero tenía un destello de distinción en su
ropa, su peinado, su modo de hablar. Era el patrón, el amo. Catorce años tenía yo; él, más o menos
cuarenta.
Se paró, altísimo, junto al escritorio y me clavó sus
ojos achinados:
—Es-
me- ral-da ¿Conocés las esmeraldas?—Mostró
el anillo que refulgía en su mano; la piedra guiñaba oronda; la miré curiosa, y me pareció muy bella.
—Podría regalártela, algún día, si te portás bien. Vale sus buenos pesos.
—No,
señor. Yo gano mi sueldo. Los regalos no son para mí— dije en voz baja, y le di
la espalda, para iniciar la tarea.
Como
si no me hubiera oído dijo: —No sos nada fea, vos. Buenas formas. ¿Tenés novio, o marido?
—Emm
… ¡No, patrón! Soy muy chica… Y…
Aunque estaba avisada por mi gente y por mi
instinto de sierva, no lo sentí llegar: sólo una de sus manos en mi pecho, y la
otra por debajo de mi pollera, me avisaron que estaba detrás, y que yo era cosa
suya. Hurgó, manoseó, desnudó… Yo
sollozaba, pero tenía…¿ miedo de escaparme, de gritar?, ¿curiosidad ansiosa? Lo
dejé a su antojo, como si él fuera un médico que tenía que hacerme doler, gemir
y sangrar…¿porque yo estaba enferma,
sucia, tal vez?
«Sucia,
seguro» como decía mi ‘mama’; porque entre jadeos y besos el miedo y la
vergüenza se me iban yendo, en una llamarada cálida que me recorría hasta el
alma.
Mi cuerpo y el suyo me revelaban sensaciones
desconocidas hasta entonces; y mi alma se despojaba de intuiciones y enseñanzas
de infancia; «Las mujeres limpias son del marido; y no disfrutan con “eso”; se lo aguantan.» decía mi madre; supe que no era así, que
podía sentirse agradable; y que un amo era un amo: descubrí a la vez el odio y la lujuria.
De
pronto, me soltó.
—Andá,
Esmeralda, andá nomás, —dijo con voz grave y fatigada— Una piedra preciosa para
mi joyero. No dejaré que nadie más te
engarce.
Lo
miré de frente. Como debía hacerlo, por
mi propio respeto, escupí a sus pies;
después acomodé mi ropa y mi pelo, y me fui a paso cansino hacia el patio del
fondo, mientras lo escuchaba silbar.
En
la pieza de servicio, Amalia me encontró llorando. La cocinera no necesitó que
le contara nada; me acarició la cabeza; hizo que me lavara y me trajo un té .
—A
todas nos ha pasado, con el padre, o con él;
a nadie le extraña, ni hay forma de evitarlo; necesitamos el trabajo,
¿no? Por lo menos vos no te vas a quedar embarazada; es estéril.
Pobre
Amalia; suponía que me consolaba en la deshonra y la vergüenza. Yo seguía
llorando, porque no estaba del todo bien
lo que me pasaba; pero tampoco quería que dejara de hacerlo: era una fuerza
nueva en mi persona, en mis ideas y en mi cuerpo ; yo quería ser su Esmeralda vibrante
y… la dueña del precioso anillo.
Durante algunos días fue como un fantasma encarnado. Pasaba sin verme ni hablarme; pero yo sentía
que me rondaba como el aire, y me requería dentro del alma. Había sembrado en
mí el anhelo de su presencia y de su energía; y la ambición de la joya; pasaba
cerca, hecho voz, sombra, portazo. Entonces,
de repente, pidió que le sirvieran
su café
en la salita; y allí estaba ,
corporizado, potente, dominante: el amo .
Así,
durante veinte años, me hizo saber que le pertenecía, aunque yo lo escupiera,
lo arañara o le arrancara mechones de pelo y de barba; era mi papel en el
escenario. Siempre muda, siempre dispuesta y deseándolos a la vez, a él y a su
esmeralda.
—Esmeralda;
cálida, bella y brillante. Sí que te portás bien, Esmeralda, — ronroneaba sobre
la alfombra, mientras yo le alcanzaba su ropa antes de volver a mi cama. —Habrá
que darte un premio algún día.
Después
volvía a ser el fantasma indiferente, desparramado en su sillón, o galopando
entre sus peones.
La
vida en la casa parecía apacible; pero vibraba una niebla de rutina y
desinterés que envolvía el ambiente silencioso. Durante el día lo escuchaba llegar y llamar a Laura, su esposa; los oía discutir
elegantemente en el salón, siempre pulcros y correctos; los veía salir, cada
cual en su coche; y a él lo escuchaba volver, llamar a mi puerta y encerrarse sin más en la salita; sabía que lo
había oído. Yo nunca le fallé.
Pero
sí le falló el corazón, una noche cualquiera, cuando terminaba de vestirse; y entonces le apreté la almohada contra la
cara para que se muriera de una vez. Sólo cuando cesaron sus estertores noté
que no tenía puesto el anillo.
Cuando
volvimos del cementerio, Laura revolvió la pequeña habitación; buscaba entre
los libros y las carpetas, en los cajones, entre los almohadones del sofá.
—¡Nada!— rezongó sin perder su elegancia. —¡Bah! A mí me sobran
joyas. Que le sirva de veneno a la que herede esa esmeralda. ¡Maldito farsante
presumido!
Y me mandó a limpiar y
cerrar la salita.
Todavía no sé si era su espíritu o la
cortina, pero desde la ventana me llegó su voz: «Es tuya, Esmeralda; ahí
está; fijate.»
«Ay, Virgen Santa, San Roque,
un fantasma»;
desgrané temblando mi letanía , marcha atrás
hacia la puerta.
«Bah; tantos santos; es tuya;
sin rencores; siempre te portaste bien y yo no; nadie se muere el día antes»
Medio alelada sacudí la alfombra; entonces la vi brillar;
y me la acerqué bien a los ojos para cerciorarme; yo, la buena Esmeralda,
encontré el anillo en aquella hendedura del parqué; y me la guardé en el delantal. «¿Quién sino yo podría reclamarla?»
Pasaba la noche sin que hubiera podido dormir. El sombrío
fantasma de la culpa revoloteaba sobre
mi cama y, como un mosquito, siseaba alrededor de mi cabeza.
Al amanecer, cansada de espantarlo con recuerdos y rezos,
lo metí bajo la almohada, junto a la
esmeralda, para asfixiarlo otra vez. Y
esa tarde renuncié y me fui para siempre… con la esmeralda que, por supuesto,
no respiraba, pero brillaba burlona y feliz.
viernes, 29 de abril de 2016
La diosa cautiva
Ya era casi de día. Como siempre, Eos, la
Aurora, se despedía de Selene; ella se iba a dormir, agotada y
malhumorada por su destino: apenas si podía, por unos segundos,
disfrutar de la habilidad de su hermana para inundar de tenues
pinceladas los mares y las praderas; mucho menos, del poder inmenso de
Helios que doraba los trigales y la espuma de las olas; su hermano mayor
la enceguecía y no podía ver nada de la Tierra.
Su mundo era, desde siempre, de oscuras rocas y polvo, en medio de un silencio quieto y eterno; altas montañas bordadas de lava; simas hondas con corazones de hierro fundido; algunas redondas como un sombrero de copa hundido en el regolito, el incesante polvo de metales; calores de infierno, fríos imposibles. Y ella estaba allí, plateada y transparente, indestructible, consagrada por Zeus para preservar el equilibrio de los astros. Una diosa cautiva de su honorable deber, como tantas veces sucede.
Cuando Eos pasaba por la Luna —como llamaban los humanos al lóbrego mundo de Selene— le dedicaba unos minutos a su hermana, su gemela. Las dos hablaban y giraban, giraban, porque la vida dependía de su danza. Igual, giraba Helios, pero él era más solemne y parco; la iluminaba y partía.
En las mañanitas azul-gris, mientras hablaban, Eos iba despertando a los pájaros.
— ¿Oyes cómo cantan? —le preguntaba, girando y sacudiendo sus manos transparentes
—No sé si oigo o lo presiento a tu lado. Aquí, en realidad, no se oye nada.
—Es porque no tienes aire ni viento, hermana. Entre nosotras, no hace falta porque estamos tan cerca y nos hablamos con el corazón.
Otras veces le contaba de las flores, de los arroyos. Y, a veces, de la gente y de los poetas.
—¡Cómo te aman en la Tierra! ¡Si supieras cómo cantan sobre ti, cómo te imaginan y anhelan llegar aquí, cómo sueñan con tu luz!
—¡Qué pueden amar y desear! ¡Rocas, lava, silencio!
—Ellos te ven cuando te ilumina el sol; no lo sabes, tal vez, pero te ves muy bella, muy blanca y serena, contra el cielo de la noche.
—Quiero conocer la Tierra. Ayúdame, por favor.
–Se me ocurre algo: Hablaré con nuestros primos, Artemisa y Eolo; sabes que ella protege la naturaleza, y él gobierna los vientos. Tal vez entre los dos… Te veré al amanecer.
Selene, resignada aunque expectante, se recostó a esperar el regreso de su hermana.
Cuando pasó la noche, Eos volvió con un curioso regalo: un cuerno de recambio de una cabra de las montañas.
–Es para ti. Lo encontró Artemisa; es mágico porque ella y Eolo lo han besado; te piden que lo pongas en tu oreja derecha, y lo acerques a la membrana que te rodea. Dos veces en cada jornada, Eolo agitará el viento para que puedas escuchar por aquí, las voces de la tierra; a ver… pruébalo ahora —le dijo mientras le ayudaba a colocárselo.
El pálido rostro de plata de Selene se iluminó, de pronto, con una sonrisa maravillada; por primera vez la acarició el aire y aleteó su cabello en la brisa mágica que brotaba del cuerno áspero y blanquecino.
Entonces escuchó la canción de Federico: «La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos»; la de Gastón Figueiras : «Luna, luna, luna: ¿Tienes madrecita? Dile que esta noche tú quieres jugar. Baja, y con nosotros ven pronto a cantar»; la de Atahualpa Yupanqui: «Yo no le canto a la luna porque alumbra, nada más; le canto porque ella sabe de mi largo caminar»
Avanzaba el día. Eos se fue alejando y Helios relumbró sobre las primeras lágrimas emocionadas de la diosa cautiva.
Su mundo era, desde siempre, de oscuras rocas y polvo, en medio de un silencio quieto y eterno; altas montañas bordadas de lava; simas hondas con corazones de hierro fundido; algunas redondas como un sombrero de copa hundido en el regolito, el incesante polvo de metales; calores de infierno, fríos imposibles. Y ella estaba allí, plateada y transparente, indestructible, consagrada por Zeus para preservar el equilibrio de los astros. Una diosa cautiva de su honorable deber, como tantas veces sucede.
Cuando Eos pasaba por la Luna —como llamaban los humanos al lóbrego mundo de Selene— le dedicaba unos minutos a su hermana, su gemela. Las dos hablaban y giraban, giraban, porque la vida dependía de su danza. Igual, giraba Helios, pero él era más solemne y parco; la iluminaba y partía.
En las mañanitas azul-gris, mientras hablaban, Eos iba despertando a los pájaros.
— ¿Oyes cómo cantan? —le preguntaba, girando y sacudiendo sus manos transparentes
—No sé si oigo o lo presiento a tu lado. Aquí, en realidad, no se oye nada.
—Es porque no tienes aire ni viento, hermana. Entre nosotras, no hace falta porque estamos tan cerca y nos hablamos con el corazón.
Otras veces le contaba de las flores, de los arroyos. Y, a veces, de la gente y de los poetas.
—¡Cómo te aman en la Tierra! ¡Si supieras cómo cantan sobre ti, cómo te imaginan y anhelan llegar aquí, cómo sueñan con tu luz!
—¡Qué pueden amar y desear! ¡Rocas, lava, silencio!
—Ellos te ven cuando te ilumina el sol; no lo sabes, tal vez, pero te ves muy bella, muy blanca y serena, contra el cielo de la noche.
—Quiero conocer la Tierra. Ayúdame, por favor.
–Se me ocurre algo: Hablaré con nuestros primos, Artemisa y Eolo; sabes que ella protege la naturaleza, y él gobierna los vientos. Tal vez entre los dos… Te veré al amanecer.
Selene, resignada aunque expectante, se recostó a esperar el regreso de su hermana.
Cuando pasó la noche, Eos volvió con un curioso regalo: un cuerno de recambio de una cabra de las montañas.
–Es para ti. Lo encontró Artemisa; es mágico porque ella y Eolo lo han besado; te piden que lo pongas en tu oreja derecha, y lo acerques a la membrana que te rodea. Dos veces en cada jornada, Eolo agitará el viento para que puedas escuchar por aquí, las voces de la tierra; a ver… pruébalo ahora —le dijo mientras le ayudaba a colocárselo.
El pálido rostro de plata de Selene se iluminó, de pronto, con una sonrisa maravillada; por primera vez la acarició el aire y aleteó su cabello en la brisa mágica que brotaba del cuerno áspero y blanquecino.
Entonces escuchó la canción de Federico: «La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos»; la de Gastón Figueiras : «Luna, luna, luna: ¿Tienes madrecita? Dile que esta noche tú quieres jugar. Baja, y con nosotros ven pronto a cantar»; la de Atahualpa Yupanqui: «Yo no le canto a la luna porque alumbra, nada más; le canto porque ella sabe de mi largo caminar»
Avanzaba el día. Eos se fue alejando y Helios relumbró sobre las primeras lágrimas emocionadas de la diosa cautiva.
sábado, 9 de abril de 2016
Memorias de un gato y de otras almas
Es
un fresco mediodía de otoño. En una
ráfaga de recuerdos y deseos, decido buscarla.
Quiero su espacio que es casi mío; sus mimos; el plato con leche… Y
deseo acurrucarme en las piernas de ‘Amor’ (debe de ser su nombre), fingir que
me he dormido, y absorber toda su historia y la de ‘Querido’.
Voy
avanzando, de tilo en tilo, hasta la copa del más próximo a su ventana. Como
siempre, está entreabierta; es maniática de la vida sana y de la ventilación. Atisbo,
pero ella no está en su cuarto. Espero.
En realidad, no tengo apuro por entrar;
me recuesto en la rama; mi cola
enroscada toca el hocico; con los
ojos cerrados disfruto del vientito; me anticipo al bienestar de la mullida
cama de la señora.
Por la ventana del galponcito se ve la figura maciza y hosca
de ‘Querido’. Entonces la veo. Está subiendo a su coche. Parece que sigue muy
enojada. Con un portazo estridente,
cierra el auto y arranca.
***
Mi esposa acaba de sacar el auto y ya se aleja
sin despedirse; yo sigo acomodando el
galponcito; quiero aprovechar el fresco mediodía de otoño; el trabajo puede ser
una terapia en las crisis.
«En este rincón, la pala; en este, las tijeras de podar…» «¡Una llave!» «…los tiempos felices en que, ¡zas!,
nos llenábamos el uno del otro en cualquier rincón… » ; «entonces teníamos duplicados de
las llaves»; «ja…nunca
se usaban»…
«se
nos perdían y no nos hacían falta».
La llave
me roza el pecho desde el bolsillo de la camisa. Por momentos me siento
eufórico por haberla encontrado. Pero la
mano enérgica de la razón «o mi profundo rencor, o mi dolorosa
incertidumbre» me devuelve al pozo de trajín y fastidio.
***
Mientras voy a mediana velocidad hacia el Centro Comercial
trato de no pensar en el regreso.
« A
los cuarenta, una se siente plena, activa;
urgida por la vida social y cultural; ¿por qué no se puede esperar demasiado del marido? Los
sábados no se mueve de la casa; todo es el maldito jardín: la niña de sus
ojos. ¿Cuándo se volvió tan hosco, tan primitivo
y anodino?; hasta el gato es más interesante, más suave y hermoso; al
menos se calla cuando leo o quiero
escuchar música; al menos pasea y disfruta de mi cama. A veces lo sueño, y parece que me
comprende. Bah. No tiene caso…»
«Listo. Pasaré por el Banco a retirar mi renta. Después
compraré algo distinguido, fino; no sé si “casual” o “formal”. Y algún otro
buen perfume; nunca están de más. Es imperdonable que me deje estar así, hastiada: no
soy su abuela; parece que si no es serio y responsable lo van a castigar»
« ¡Oh; viene Andrea Bocelli a la capital! No me lo pierdo; ya
mismo compro la entrada; su alteza estará, seguramente, muy fatigado, ocupado o
endeudado y no querrá acompañarme; total —dirá— lo veo por You-Tube».
***
Mientras mi cabeza busca ordenar el caos de herramientas y
trastos inútiles, mi alma intercambia
impulsos, emociones y recuerdos.
En algún momento, el gato se ha metido aquí. Se sentó sobre
la pila de latas vacías, y me mira; como siempre, una mezcla de Buda dorado, inspirador
y borracho sentado en la vereda.
«¿Por qué esa mirada imperturbable? Me desconcierta. Parece que
emitiera mensajes crípticos. Como los que a veces vibran mientras duermo;
y que terminan en alguno de nuestros
peores días. ¿Será mi castigo?»
De pronto, la llave vibra en el bolsillo de la camisa; ¿un puente de
comunicación?
«¡Vamos!
¡Sube! ¡Abre!»
« Es mi castigo. La estoy perdiendo ¿Qué podría hacer yo, en su
dormitorio?» « Unos guantes de lona, resecos» «acariciarnos»… «¡Al
basurero…!»
«Recuéstate en la cama. Espérala»
«Un pedazo del cerco oxidado»…
«¿Y
si cambiamos este cerco, querido? Todos ven el jardín cuando pasan. Quiero esperarte boca arriba en
el césped hasta que llegues»,
susurraba encendida. «Fuera.
¡Cuánta basura!»
«No te acobardes. Vuelve a mirarte al espejo, por detrás de su imagen,
mientras le deshaces el peinado…»
«¡Qué bella la tapia con jazmines! Sólo nos mira la luna, amor... la
llamaba en secreto.»
«Y de pronto, cualquier noche…Déjame; no estoy de humor; me voy a mi
cuarto; no entres. Sus tacos resonaron
en los escalones… Un portazo… Clic, clic, SU llave».
«¿Cuánto hace que estoy amontonando chatarra?»
«¿Qué pasa, corazón? ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? »
«¿Qué pasa, corazón? ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? »
«No elegiste bien; aguanta tu castigo, hubiera dicho mi abuela».
«. Exige lo que es tuyo...Vuelve a
saciarte de su suave perfume; vuelve a sentir tu cuerpo ansioso,
ardiente… Y sus brazos y su boca que
responden a los tuyos».
«Ah… Estos bidones viejos… Puro estorbo»… «¿Por qué? ¿Por qué?»
«Merecería que rompieras sus perfumes y rociaras el cuarto con lo que
queda del kerosén…»
Y salgo, ciego,
furioso. Detrás de mí se derrumba una
pila de latas vacías. El gato
corre como espantado y se trepa al tilo. «Abrir la puerta»… «Abrir la Caja de
Pandora». «Conocer a los demonios que te
alejan»…
***
«Se está poniendo demasiado
fresco para ti, gato viejo»
Desenrollo la cola entre las
hojas amarillentas, tan doradas como mi pelo,
y avanzo hacia la ventana.
«Ah… Restregarme contra los frascos y las maderas perfumadas…Arañar la
seda de las colchas… Hundirme en su almohadón de plumas… Leer sus sueños y
llenarlos de misterios y fantasías»
Un vuelo breve. «Aquí, aunque ella no esté, se la siente, tan viva,
tan cálida; es tan hermoso»
Apenas una ráfaga sutil, y mis
patas, hojas sueltas del tilo, aterrizan sobre los cosméticos, que tambalean. ¡Algo
se rompió!. Seré castigado, ya lo sé. Pero no me importa. Hay mucho más que
unos gritos y un zapatazo en el lomo.
***
Trepo la escalara,
jadeante, llave en mano. «Quiero esperarte en nuestro cuarto. Besar, acariciar,
golpear, sofocar, poseer, desgarrar»
«Serás castigado»… «Serás castigado…», canta el gato en mi cabeza..
Detrás de la puerta
estallan cristales en el piso. «¿Has
vuelto, amor». Me sobresalto, angustiado.
El fino perfume envuelve el pasillo desde el cuarto cerrado; tiemblo
enloquecido de ira, miedo y deseo.
La llavecita gira. La
puerta se abre, chillona, como herrumbrada. Oigo que frena el auto. «¡Tu
cabello dorado sobre la almohada…! ¡Has vuelto…!» «¡Este gato odioso; otra vez
en la cama!» «¡Y ha roto el perfume!» «¡Debo irme!»...antes de que me … encuentre… y
me castigue…»; me duele el pecho… me ahogo… me estoy muriendo… muriendo…
He caído junto a la cama; percibo el rayo dorado que salta hacia el
tilo. La voz del gato (¿dónde está?) me llega otra vez en esas ondas
misteriosas: «Claro que es tu castigo. ¿Reconoces los demonios? Sabes que estás loco, ¿no? Ya hace dos años
que chocó en la autopista; manejaba furiosa porque la habías golpeado y roto sus perfumes»
***
***
Freno el auto delante del tilo.
Nuestro minino gris, rayado de negro, baja perezoso desde la pared con
jazmines. Se restriega, mimoso, en los jeans de mi marido, que me espera junto
a la cochera.
—¿Ya pasó, amor? Esa carita iluminada me gusta más— Y me envuelve con
sus brazos y su sonrisa.
—Mmm… Sí, señor. Así de fácil. Esperar que me vaya al centro a comprar
algo lindo, y te
perdone.— Me acurruco contra él
al otro lado del gato.
—Sí; ya sé. Soy antipático,
troglodita; pero me encanta mi casa, el gato y la jardinería; y te amo; no sigás
enojada, amor.
—Mmmm ¿Me acompañás a ver a Bocelli, en quince días?; traje entradas
para los dos, aunque no te lo merecés.
—¡Derrochona! ¡No tenés remedio! —se ríe.
Y nos vamos adentro, tomados de
la cintura, seguidos de nuestro michi.
miércoles, 16 de marzo de 2016
Mis musas están de parto
*Esta historia nace de un reto propuesto por "Literautas: Móntame una escena", un taller on line de España.
Hace casi un mes que Ascensor, Traidor y Diccionario
zapatean en mi laptop*. Son los brotes
de un engendro literario que mi inspiración no logra armonizar.
Falta solamente
una semana para que se cumpla el plazo: «Domarás a los tres o sucumbirás a la
tentación de la historia ‘facilonga’»
He intentado de mil maneras combinarlos en un relato
razonable y bello, que me serene el espíritu con la alegría del deber cumplido;
pero no hay caso: sus ritmos biológicos los vuelven antagónicos.
Ascensor es hermético y rutinario; depende de sus botones y
su marcha es silenciosa y enguantada; si
le pongo palabras sólo dice ‘zuuuum’, o “Segundo piso”, “Primer piso”. “Planta
Baja”. Diccionario, en cambio, es un
gordo verborrágico al que sólo le cabe el dicho: no aclares tanto que
oscureces. Y Traidor… Traidor es el peor
de todos; es un prototipo gelatinoso y malintencionado que busca hacerle la
zancadilla a mis pobrecitas musas.
Por ahí apunta una idea: metaforizar
al ascensor como imagen de nuestra vida y sus múltiples posibilidades de
puertas abiertas en el trayecto; cómo cada uno puede ser traidor de sí mismo
ignorando esas puertas que, tal vez, lo sacarían de la rutina; cómo cada quién
se siente dueño de su diccionario de
gestos y situaciones y a partir de él
elabora su cosmovisión personal y se autoexcluye.
Pero no sé; no me gusta demasiado; al final resultará aburrido. A
ver; se me acaba de ocurrir otro: partir de una
revisión de la cámara oculta del ascensor ; ha habido un desperfecto y
yo, el técnico, me río un buen rato con las tomas; la vecina del 5°B se hace la desentendida y se apoya intensa y
casi perversamente sobre el del 5°A, recientemente divorciado ; el del 4°C abre un pequeño diccionario donde ha marcado
palabras obscenas, y mientras baja el
ascensor, las susurra indiferente, como si estuviera masticando chicle; el grupo de vecinos que coinciden con él se crispan ofendidos, o se ríen por lo bajo,
según a quién le toque el compañero; las
hermanas solteronas del 3°B, vestidas de ‘sport adolescente’, comentan indignadas cómo el traidor
de Osvaldo le ha sido infiel a Melba, en el Centro de Jubilados; a veces le dan
–apenitas- un sorbo a sus respectivas botellitas de licor y las vuelven,
sigilosas, a sus bolsos…
Ahora mis musas bullen entusiasmadas:
¿Y qué pasa si un día coinciden las hermanas, con el hombrecito del diccionario y la
muchachita descarada?
Vuelve el técnico a la cámara:
—
¿Oíste, Amelia? No te des vuelta; seguramente nos está mirando
—
¡Ay, Erminda! Me parece que es el violador que
persigue la policía.
—
Somos dos; nos ayudaremos una a la otra.
—
Hay que enfrentarlo ¿Quién primero?
—
Yo soy la mayor. Por cierto ¿Qué ropa interior
te has puesto?
Hay un segundo de tensión mientras el
ascensor se detiene; sube la chica del 5°B, pelirroja, llena de rulos y con una
minifalda increíble por lo cortita y estrecha; el hombrecito silabea, absorto en el
diccionario, al parecer.
—
¡Mirá, idiota; no te hagás el gil, que te oí
perfectamente!— le grita de pronto la pelirroja— ¡Volvé a abrir la boca y te hago detener en la
guardia!
El hombre se sobresalta con los gritos. Muy nervioso, tartamudea… ¡en
un idioma extraño!
Ahora que lo pienso: ¿Y si
no murmura groserías, sino que es noruego y está aprendiendo español?
De todos modos el audio del ascensor
anuncia la planta baja y él huye medio despavorido en cuanto se abre la puerta.
Y bueno. Hasta aquí, en el ascensor. Tres
cuartos del reto, cumplidos; y espero que
estén compensados con las veces que nombré a los tres rebeldes. Me quedo
junto a mis amigos recién nacidos:
—
Señorita, por favor; era un violador —dicen a
‘medio coro’ las hermanas—. No hay
que provocarlo. También usted con esa
ropa…
—
¡Viejas metiches! ¡Capaz que lo provocaban
ustedes con las botellitas y con!… ¡Oooh, Luis!, ¡hola, Luis!— y corre hacia el
vecino divorciado que va a llamar al ascensor.
Amelia y Erminda llegan a la vereda, muy
agitadas, justo cuando el hombre del
diccionario sube a un taxi.
—
¡Madre mía! ¡Qué tiempos!— reflexiona Amelia.
—
No hay seguridad ni respeto por los mayores—
confirma Erminda.
Y esperan el colectivo para ir al centro
a mirar vidrieras antes de las sesiones de
yoga y de crochet.
¡Oh, sorpresa! ¡He logrado combinarlos y ponerlos en “Móntame una escena”!
Todo es cuestión de darles tiempo a las musas, sí señor.
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