SOLANGE Y EL BOBO
La tarde luminosa se encendía en losj jardines. Alba escudriñó las ventanas cerradas al sol de la siesta y los macizos de flores del parque de la casa; hora propicia para distenderse en la playa y dar algunos pasos para sentirse madura y serena.
Desde la cima del promontorio, contempló la caleta. Respiró a pleno el aire cálido, y empezó a bajar. A la distancia, vislumbró sobre la playa áspera, al bobo, el hombrecito viejo y desharrapado que juntaba caracolas; casi una sombra, su covacha y su estampa ruin, contrastaban con el agua irisada de luz.
En la plenitud de aquella tarde, la joven se fue desnudando y desdibujando sobre la arena; una brisa apacible la acariciaba lenta y persistente, y la mecía sobre la marea.
Como siempre, lenta y precisa, Solange emergió de su ser y de todo el paisaje. Alba reconocía las manos, y sabía sus trayectos y caprichos. Desde el rumor del mar, la inundaba de suspiros y le dictaba consignas inesperadas que la guiaban hacia los recovecos profundos de su cuerpo, hacia los secretos latidos, los súbitos jadeos, las inesperadas mieles que rebasaban sus fuentes… Un sendero hacia la eclosión maravillosa de Solange: su risa, su canto, su danza…
El hombrecito se había erguido, y notó su presencia:
«Volvió del mar, mucho más hermosa; como una sirena»
Fascinado, dejó las caracolas; la miraba acariciarse y bailar como un torbellino de luz.
«Una sirena. Yo sé que hay sirenas»
Se iban adormeciendo los brillos del agua. Plenamente cansada, Alba se desperezó sobre la arena, bajo el sol. Solange susurraba adormilada.
El bobo se acercó expectante. Con expresión maravillada le clavó los ojos bovinos y le tendió la mano derecha, en actitud de obsequiar: traía un puñado de conchillas. La izquierda aleteaba temblorosa, ansiosa, hacia ese cuerpo vibrante que ahora lucía encogido de miedo y de desprecio, mal envuelto en su ropa y en sus propios brazos.
—Hola. Vos tenés pies… ¿No sos una sirena? ¿Querés un regalo?
Tartamudeaba indeciso y ansioso.
Alba reaccionó y lo increpó, furiosa.
—¡Me asustaste, mirón estúpido! ¡Andate o te denuncio! ¡Vas preso!
El hombrecito acercó la mano a la cabellera cobriza y reluciente.
—Yo… No hice nada… Yo no digo nada… Sólo quería reg…
Entonces, Solange saltó burlona
desde su caparazón secreta.
—¡Infeliz! ¡Mirá! ¡Mirá por única vez!
Desplegó los brazos, se deshizo otra vez de la ropa, lo apartó violentamente y giró, y giró...Reía a carcajadas y amagaba con acercarse al
cuerpo del hombrecito. Y entre risas y gritos, seguía amenazándolo.
—Nunca más. ¿Me oiste? ¡Nunca más!
Y él corría hacia su covacha, arrastrando sus ojotas, sin dejar de volver la
cabeza.
Cada tarde, Alba-Solange repetía su número solitario, mientras él la miraba desde lejos, guardando distancia y conchillas entre la arena.
Ella no sabía que el bobo modelaba monigotes de sirenas y les enredaba caracolas en la cabellera.