martes, 31 de octubre de 2017

EL BUITRE


En el pueblo nos esperaban para el Samain. Pero la banda de salteadores atracó el carro, lo vació y lo quemó. Destrozaron a tiros y culatazos a mi familia y huyeron con nuestros caballos, regando el suelo con las castañas que caían de las bolsas.
Yo estaba lejos del campamento. Permanecí agazapado en la letrina de espinos; escuché los aullidos de mi gente, el estruendo de los rifles y el galope de la fuga. Cuando reinó el silencio me animé a rondar los restos del desastre.
 Espanté a los primeros buitres que se preparaban a gozar del banquete; volvieron a acechar desde un gajo reseco.
No podía hablar ni llorar; me ahogaba una ira caliente que me sacudía el corazón y el alma.
En algún momento se me desataron el hambre y un llanto mínimo, casi seco; con los restos del incendio asé un par de castañas; las mantuve rodando en la boca, pero no pude tragarlas; significaban fiesta, familia, vida. Y yo estaba casi muerto entre mis propias ruinas.
Los buitres no abandonaban la rama mustia; presentían que la vianda sería más abundante que al principio. El más audaz, o más hambriento se lanzó en picada sobre el cuadro fúnebre.
 Increíble: en medio de mi pasmo y de mi debilidad salté hacia arriba con los dedos engarfiados para atrapar su cuello. Sentí un picotazo en la mano y el aleteo de la bandada que nos abandonaba.
No sangré; al contrario, fue como haberme inyectado una fuerza nueva, desconocida.
Velé a los míos hasta que atardeció. La ira había ido mudando a indiferencia. Impávido, como si estuviera fuera de mi cuerpo, vi cómo mis uñas crecidas y sucias desgarraban el vientre hinchado de mi hermanito y buscaban sus entrañas; sentí que el pellejo sangriento pasaba por mi garguero. Después avancé a los saltos sobre los cadáveres y rapiñé los ojos de mi madre y las manos agarrotadas de mi padre. 
Un manto tibio y oscuro me abrigaba del relente. Un somnoliento bienestar me levantó hasta la maleza. Casi dormido sacudí mis plumas negras, erguí la cabeza y le grazné a la luna creciente.
Con las luces del alba me despertó el llanto de los parientes que llegaban a buscarnos al conjuro del humo y de los carroñeros.
—¡El pequeño Gastón!¡Gracias a Dios está vivo y no lo han raptado!
¿Estoy vivo? Me temen, huelo mal, sueno áspero. Apenas me alimento: la gente no deja ratones muertos a la intemperie ni me permite rondar sus canarios. Desde los seis años vegeto en el monte. Ya ni siquiera me extrañan.

Y cuando es luna llena, echo alas, plumas y garras; entonces salgo de rapiña, como un buitre solitario. Los espíritus de mi familia, comulgados en esa tarde siniestra, aletean en mí; no sólo buscan alimento; esperan la noche de la venganza. 

lunes, 30 de octubre de 2017

¿Y después qué?


Nadie se pregunta “y después ¿qué?” mientras trepa, mochila al hombro, en busca de maravillas, entre amigos y canciones; ni cuando arde el ‘fogón’ y la música guitarrera sube en el humo, hasta las estrellas.  
Nadie se pregunta “¿y después qué?” ante un árbol rebosante de mandarinas; todos saben que se van a acabar y las disfrutan a pleno: comiendo, oliendo, mirando.
Nadie se pregunta “¿y después qué?”, en el primer beso, en el hijo recién nacido, en los cumpleaños felices.
Somos tan, pero tan felices… Y entonces chocamos…
Duda, enfermedad,  traición, soledad, violencia…  Sólo el dolor nos vuelve demandantes de respuestas.  Cuando la vida duele,  recordamos que también es invierno y desamparo, guitarras rotas y versos pisoteados. 
“Después qué” es  un fantasma tenebroso que agita sus cadenas. Si le preguntamos a él,  sacudirá su manto oscuro y sembrará pesadillas.
¿Y entretanto  el Amor?  Como el fuego en las piedras, chispea cuando chocan la realidad y la Esperanza.


lunes, 23 de octubre de 2017

NÁUFRAGO


La noche anterior sobrevivieron al naufragio; pero su mujer quedó malherida y loca;  los quejidos persistentes no lo dejaban concentrarse en la absurda búsqueda de auxilio. Ni motor, ni remo, ni provisiones;  todo el día habían girado a la deriva, bajo el sol ardiente. Apenas quedaba un par de tragos de agua.
Caía la tarde cuando  encontró un palo bastante largo y fuerte  que flotaba cerca del bote; empezó a remar, tal vez por hacer algo distinto, y le pareció que avanzaba sobre las aguas quietas; quizás porque el mar estaba cambiando de plateado a negro, y en el cielo, cada vez más oscuro, empezaban a brillar las estrellas. Arreciaba el frío…
Los estertores dolorosos de la mujer perforaban la noche;  y zumbaban en el cerebro del hombre entre ráfagas de piedad, de ira, de miedo.
Entonces se eligió para sobrevivir: enarboló el palo y le destrozó la cabeza; después tiró su cadáver al agua y volvió a remar; sentía su alma serena, sin culpas; ella descansaba, él saldría del infierno del hambre,  la sed y la soledad.
De pronto divisó las hogueras; las estrellas se empañaban con el humo; intuyó a los pescadores que se preparaban para el día siguiente.  

El bote se acercó a la playa  y encalló en las rocas.   El náufrago exprimió sus últimas fuerzas, se apoyó en el palo y llamó con un único grito agónico. Sólo le respondió el chasquido creciente de las olas contra las piedras...Creciente, ensordecedor… Desde las hogueras inmensas,  avanzaban siluetas danzantes. ¿Palmeras al viento? ¿Demonios carcajeantes que celebraban su arribo?  

viernes, 20 de octubre de 2017

LA PRINCESA REBELDE


—¡Cuando las ranas vuelen!— contestó el rey.— ¡Qué ocurrencia, hija mía! ¿No te gusta ser princesa? Y siguió su majestuosa marcha hacia la sala del trono. ¡Para qué esperar que una niña de nueve años le contestara!
«¡Entonces, es posible; algún día dejaré de ser princesa, y jugaré en el patio, todo el día, sin escolta!» pensó.
Si supieran cómo se le había ocurrido. Fue cuando anduvo por la zona de servicios, la tarde en que su “mademoiselle” se volcó una taza de té caliente en la mano. Aprovechó la confusión para escabullirse y se asomó al patio posterior de palacio; los chicos descalzos y desabrigados, jugaban muchísimo; mientras ayudaban en la huerta o la cocina, se hamacaban en las ramas, se escondían en la caballeriza, perseguían a los patos. ¡Era tan distinto de las “visitas” semanales de las “petites dames”! Siempre modosas, silenciosas, manipulando muñecas y comiendo masitas; y siempre con la escolta, en el parque o en su cuarto.
Aunque trató de que no la vieran, un niño de su edad se le acercó.
—Soy Pedro. Vení, juguemos.
—No puedo ensuciarme; soy princesa.
—Ya sé. Pero una princesa puede hacer lo que quiera. Si no, ¿para qué sos princesa? Yo puedo hacer lo que quiero.
—¿Podés buscarme una rana que vuele?
—A lo mejor. Viven en Madagascar. ¿Para qué la querés?
—Para ser menos princesa y jugar con ustedes.
—Se la pediré a un marinero amigo de mi papá. Yo te mandaré la rana voladora en cuanto la tenga.
II —¿Las ranas vuelan?— le preguntó a la institutriz.
—Creo que solamente en los cuentos de hadas, Alteza; vamos, debéis repasar las tablas de multiplicar y no perder tiempo en ensueños. Ah; y el supino de los verbos que os enseñé ayer. Y, por favor, no os echéis a llorar. Sois una princesa.
¡Pobrecita! No quería saber nada de matemáticas ni de latines; tampoco le interesaba el protocolo de la vida real.
Estaba muy distraída y tristona. ¿La habría engañado Pedro? ¿O la institutriz no sabía todo lo que se puede saber?
III- Y una tarde… ¡Sorpresa! Pedro la llamó desde un macizo del jardín; se había acercado a las ventanas de los aposentos con dos ranitas voladoras. Con grandes aspavientos indicó a la princesa lo que sucedía en el parque.
—¡Oooohhh! ¡Deteneos, Alteza!— gritaba la institutriz y corría detrás de ella mientras bajaba las escaleras.
El rey, la reina y los ministros paseaban solemnes cuando vieron unas jaulas misteriosas colgadas entre los árboles. Entonces conocieron a las ranas voladoras. Eran muy bonitas y volaban como los monos.
     ¡Jamás las he visto! ¡Esto es brujería!— exclamó el rey. La reina, por supuesto, se desmayó, pero como estaba encantada con las ranitas se recuperó enseguida.
La princesa llegó sin aliento junto a sus padres y los acompañantes. Venía en shorts y sin coronita.
Justamente en ese momento el Ministro de Cultura le decía al Rey:
—Majestad. Existen. Ya os mostraré la nota en Internet cuando terminéis vuestra partida de Candy Crush. A vos también, mademoiselle. Es la cultura de hoy: estar abiertos al mundo.
Como la princesa no tenía la coronita, no corría el protocolo; así es que pudo saltar, aplaudir, chillar y sacar a Pedro de su escondite.

—Me voy a jugar al patio con Pedro y los otros chicos, papá. Me lo prometiste, recuerda: será cuando las ranas vuelen.

viernes, 6 de octubre de 2017

SABIO QUE LADRA

                Varias veces durante el día, el perro le gruñó a la sombra que se asomaba desde alguna grieta de la pared, o por debajo de los muebles; la dominaba con un ladrido si avanzaba hacia el dormitorio: “todavía no”;   después,  él volvía a arrinconarse, para descansar los huesos.
En plena madrugada, el Tobi se agitó en el rincón de la cocina; se levantó cuando el viejo salió del dormitorio; lo husmeó desconfiado y nervioso: había pasado junto a él sin regalarle ni siquiera un silbido cortito.
                Con la cola baja, lo fue siguiendo mientras preparaba un té de yuyos y hurgueteaba en el botiquín. El hombre se estaba portando diferente; sonaba diferente, con sus suspiros y sus hipos;  olía diferente, a  desconcierto y miedo.                                                                                                                                                      Con su ciencia de perro viejo, entendió que faltaba poco. Le hociqueó el borde del pijama  y se echó a la puerta; no debía seguirlo                                                                                                   Arrastrando las pantuflas, el anciano llevó el té y los remedios al dormitorio.                                    
               En ese momento, el viento empujó la puerta del patio y el Tobi vio a la sombra que avanzaba decidida; esta vez no gruñó: sabía que ya era la hora y que se llevaría los últimos gemidos  de la mujer tendida en la cama.                                                                                                                                Rompiendo las reglas, él también entró, a rastras, a la habitación.                                      
               El hombre estaba sentado en el borde del colchón; le hablaba muy bajito a su compañera y le acariciaba la cabeza.                                                                                                                                              El Tobi sabía que ella estaba muerta y que el amigo lo necesitaba especialmente. Lamió las manos del dueño; él le rascó la cabezota y arrancó a sollozar; el Tobi gemía; no era el dolor de su artritis: era un arrullo fraternal.  


*ESPERANDO EL TREN

 “Dormían en habitaciones separadas y todo; debían tener como 70 años cada uno, y hasta puede que más y, sin embargo, aún seguían disfrutando con sus cosas”. Sus cosas: las que habían amasado, tejido, inventado entre los dos a lo largo de esos años. Los recuerdos, las bromas, las miradas. Disfrutaban de la presencia mutua, y de las ausencias consentidas, silenciosas, dormilonas, quietas; de estar vivos y juntos; de ir cediéndose mutuamente gustos, opiniones, espacio, tiempo. Disfrutaban de sus cuerpos, de los nuevos lenguajes del amor que descubrían, cama afuera, sin prejuicios. Cada día renacían en un rezo, unos mates y un beso trémulo, tal vez distraído en la búsqueda de los remedios o de los anteojos. Y cada día eran una pareja tomada de las manos; esperaban el tren indefectible sin alharacas y sin miedo.
*Participación en un juego de escritura, a partir de la primera frase de "El Guardián entre el Centeno", de Salinger.

miércoles, 3 de mayo de 2017

BORRACHO


Supo que el vaso estaba lleno nuevamente.
El mozo, comedido,
regresaba a la barra, indiferente.
Desde su mesa
arrancó con poemas enredados
y con coplas  pastosas e incoherentes.
Ni una vez, medio vaso;
una y otra, dos tres… vaso completo.
«A medias, media luna», recitaba.
«O  unas medias tramadas de agujeros».
Y rompiendo a cantar, desafinaba:
«A medias, incompleto,
cosas de perezoso o indeciso».
Y animado de aplausos y silbidos
Continuaba su terco desvarío.
«La vida es todo o nada, ¡viva el vino
que  por el vidrio espía mis pesares!»
«Ya no me duele el alma, flota lánguida
entre las viejas penas olvidadas
que  el vino fiel, ahoga cada tarde».


martes, 2 de mayo de 2017

Un visitante apurado


—¡Ya voy!—gritó por encima del chirrido incesante del timbre.
Se levantó del sillón, de un salto.

Justo cuando el asesino de la serie aprontaba su revólver, abrió de un tirón la puerta de calle. Resonaron dos explosiones: el estallido del revólver en la tele, y el de su experta patada de karateca  en la muñeca del visitante.  El arma que le apuntaba voló por encima de la tapia. 

jueves, 27 de abril de 2017

AMADO MORENO DE MI CORAZÓN


—Linda casa—comentó la vendedora de pasteles.
—Linda—contestó su compañero.
—Merecida la tiene, Don Mariano, por honesto y leal.
—Así le han pagado los de la Junta. Lo han nombrado embajador en Inglaterra.
—Se sacaron los estorbos ‘del medio’. A éste, por ‘jetón’ se lo han dado a los gringos; a Belgrano, como es más quedadito lo han hecho milico a la juerza; que se lo coman los mosquitos en el Paraná.
—Y a ‘ujtede do´ no les van a alcanzar las patas cuando les echen mano los ‘cogotudos’, por lenguas largas—gritó la Candela que volvía del matadero con el canasto a la cabeza.
Mientras se perdían calle abajo, llegaban desde el patio de la casa las risas de Marianito y la niñera, y los ladridos del Gauchito. Bajo una llovizna leve, un aroma de madreselvas y jazmines anunciaba la plenitud de la primavera en Buenos Aires.
Por un momento, María Guadalupe Cuenca sonrió a la escena;  canturreaba unos versos que se le habían ocurrido unos meses antes, para la segunda carta a Mariano:
Amado Moreno mío/ dueño de mi corazón
 de mis suspiros de niña/de mi vida y de mi amor.
Ahora que te han llevado/no me puedo consolar.
Mi pena se me hace canto/pero vos no me escuchás.
¡Es tanto mi sufrimiento/por tu ausencia y el temor!…
¿Y si en el mar te me pierdes, y yo me pierdo sin vos?

Volvió frente al secreter para meditar y seguir repasando y escribiendo sus memorias. Así había escrito a poco de llegar a Buenos Aires, en 1805.«Vida sencilla y digna, la de los Moreno. Desde los catorce años, cuando nos casamos, la vida con Mariano es una loca aventura de cimas y abismos; gracias a la Virgen no nos falta el amor.
«Ya han habilitado a Mariano para que ejerza la profesión. Tenemos nuestra casa.»
 «Marianito ya tiene ocho meses; es nuestro premio cotidiano»,
Y al año siguiente: «¡Calificaciones brillantes!¡Cuánta clientela!
A veces no veo a Mariano; a veces no puedo entender sus problemas políticos.
Añoro las veladas plácidas de Chuquisaca, y a mi buena mamá que Dios guarde en Paz.»
Pero después del glorioso 25 de mayo de 1810, Mariano, había ido cayendo en desgracia. «Tristes Navidades marcadas por los rencores y la incomprensión. Mariano ha renunciado a la Junta».
Ahora vuelve a tomar la pluma: «Mariano va rumbo a Inglaterra. Aquí estoy con mi hijito, amenazada de pobreza y empapada de soledad y angustia. Ya van cuatro meses sin noticias.»
« Mi pena se me hace canto, pero vos no me escuchás. » 
Desde el pasillo la alertó el chancleteo de la Simona.
Amita. Esto han ‘dejao’ en la cancel.
María Guadalupe, sentada frente al secreter, dejó la pluma en el tintero, escondió el pañuelito en una de las mangas del vestido y se volvió hacia la esclava.
La negra, expectante le alargó un paquete mediano y se quedó a su lado. Había confianza de años; sabía que podía compartir su curiosidad y la emoción del ama.
.«Pobre, mi niña. Otra vez llorando» pensó mientras la joven señora desataba el paquete misterioso. «Demasiado envoltorio para ser buen augurio»
Guadalupe rasgó el último papel, levantó la tapa de la caja y se derrumbó sobre la alfombra con un grito ahogado en sollozos.
—Ay, Dios mío; Mariano…
—¡Amita! ¡Mi reina! «Le hubiera valido más quedarse de monja en Chuquisaca»
Junto al ama se habían desparramado como mariposas negras un abanico, unos guantes y un velo de viuda; y un paquete con las últimas cuatro cartas que le envió al barco; todas estaban cerradas. Y nada más…Nadie le explicó que  él yacía en el fondo del mar, envenenado y envuelto en una bandera inglesa.
Mientras la abanicaba y le ponía un almohadón debajo de la cabeza, Simona invocaba a la Virgen por el descanso eterno para su enérgico y justiciero amo; y al ancestral Olorún, le pedía una pedrea de desventuras para Saavedra y sus secuaces.
En el patio había arreciado la lluvia. Silencio. Al pequeño Marianito le había llegado la hora de crecer, de repente, a los seis años

miércoles, 26 de abril de 2017

Los tambores de Ongamira
Ongamira, en las Sierras de Córdoba,  significa ”Energía de todo lo creado”; la energía vive en las rocas y se derrama en agua, luz y verdor sobre  un valle fértil y profundo.
Cinco siglos atrás, cuando no existía la carretera que serpentea hacia La Rioja, los Camiares o Comechingones habitaban la zona; vivían en las cuevas y al aire libre, protegidos por el cerro Charalqueta (de la alegría).  Eran, entre los pueblos vecinos,  los sacerdotes naturales de la Luna y la Energía Cósmica.
En aquel tiempo, el tambor silencioso de la luna llena mostró manchas de sangre.  Los comechingones recibieron en sus corazones los ríos de tristeza que bajaban por los toboganes de aquellos rayos: era el aviso de la guerra; la invasión española avanzaba por las laderas, en pro de los grandes yacimientos que albergaba el cerro.
Durante varios días y noches, los tambores  sonaron incesantes desde  las cuevas y los bosquecitos; así  guiaron a los más débiles para que se refugiaran, y a los jóvenes y fuertes hacia los puntos más adecuados para  el ataque y la defensa. Los indígenas sabían que la derrota marcaría el fin de su risueña existencia;  destrozarían al Charalqueta y ellos serían obligados a la esclavitud de las minas.  Antes de eso, volverían a su raíz: el espíritu de la Luna.
Pero la suerte les fue adversa. Poco se podía contra los mosquetes. Cuando vieron ya muy cerca las mulas y las armaduras, los tambores callaron y vibró un largo soplo agudo de la quena.  De inmediato, los atónitos soldados que iban trepando recibieron espantados una lluvia de cuerpos de mujeres, niños y ancianos que se lanzaban al abismo; los últimos guerreros vivos seguían arrojando flechas y  piedras antes de caer bañados en sangre.
Algún eco de tambores avisó de la tragedia a los otros pueblos más lejanos; ellos sepultaron en sus memorias a Charalqueta y cambiaron el nombre del cerro:  Colchoquí (fatalidad).
La historia siguió su curso; la naturaleza restauró las heridas del cerro y Ongamira volvió a ser un espacio alegre para vivir y un notable atractivo turístico.
Pero las nuevas tecnologías y la ambición creciente vuelven a plantear el problema.
Y otra vez los tambores llaman a la defensa de la belleza de Ongamira; el veintiuno de marzo pasado se realizó un encuentro internacional: Ocho mil tambores por la Paz, en la entrada a las Grutas de Ongamira .  Fue un gesto comunitario contra la minería a cielo abierto. Y en un acto simbólico se renombró Charalqueta al Colchoquí.


viernes, 7 de abril de 2017

AQUÍ ESTOY


Y me vine, aunque todos me dijeron
que  podía agitarme demasiado.
Aquí  te estoy oyendo emocionada,
y  te aplaudo de pie cuando recibes
tu  flamante diploma de graduado.
Aquí en mi corazón está tu imagen:
dormido en el moisés, arrebujado
en la mantilla azul que te he tejido
para  estrenar en aquel día ansiado.
Aquí  te estás durmiendo entre mis brazos,
(“alzame, abuela, tengo sueño”)
cansado de golear, o  ser piloto,
o domador de arcaicos dinosaurios;
aprendiendo ajedrez con el abuelo,
leyéndonos  un cuento, o inventándolo.
Te pongo en penitencia, algunas veces,
te curo una rodilla lastimada;
te escucho cuando me hablas de una novia;
disfruto con tu foto en la montaña.
Y aquí estoy, otra vez, y me emociona
oir cuando agradeces a la vida
y  a  tanta gente que creció a tu lado.
Es que entre ”tanta gente” está  “la abuela”
y de mi nieto estoy enamorada.


Mi roca, mi baluarte


La fila patética de los presos  vestidos con pijamas inmundos,  se desplazó desde los barracones por el terreno helado y ventoso; no tenían edad: todos estaban aplastados por  la misma desnutrición física y moral.
Pocos guardias flanqueaban la línea de espectros; no se necesitaban demasiados para contener a estos infelices,  tan ausentes ya…
David marchaba entre ellos; parecía uno más, tan flaco y tan sucio como todos.
Día a día recibió su jarro ardiente de bazofia; percibió el jadeo acatarrado de los enfermos, obligados a cavar, tal vez sus propias tumbas;  los vio caer y cómo los ultimaban a culatazos; oyó el rumor sobre los desaparecidos, y olió el extraño humo acre.
Mientras  iban muriendo las esperanzas, una llama invisible calentaba todavía su corazón: David iba cantando  Salmos en su garganta silenciosa.  Eran su patrimonio  de judío fervoroso:  la Fe en Yahvé, lo que jamás le robaría la miseria del campo.
“Tú eres, Señor, mi Fortaleza, mi Roca, mi Baluarte, mi Libertador.”
No sabía si estaba enloqueciendo, pero una voz interior lo cuestionaba: «¿Por qué no me proclamas? ¿Tienes miedo de morir? Eres uno de mis elegidos»
La pregunta crecía en la tragedia cotidiana; siseante, zumbona, clara…
…y  se hizo enérgica, esa mañana, cuando tuvo la visión:  El Sabbath de la infancia; la madre prendiendo los cirios; la Fe vibrante en la alegría y el Amor de la familia; las velas que se consumían hasta morir entre canciones y alabanzas…«morir entre canciones de alabanza»…«volar al Hogar entre canciones de alabanza»...
Entonces estalló su canto súbito y vibrante: “Tú eres, Señor, mi Fortaleza, mi Roca, mi Baluarte, mi Libertador”.  
Y el canto de otros que soltaban también, sus voces… 
Y también estallaron las balas;  y  mientras los cuerpos caían, ellos se veían, sangrantes, desde el anhelado  carro de fuego de Eliseo, en que ahora viajaban.


NOCHE DE BRUJAS


Susana esperaba la señal de la luna para comenzar el hechizo.  La sombra de los altos árboles del cementerio debía  tocar  la tumba  de Pedrito. Era la señal  de un ángulo propicio. Entretanto el  viento enmarcaba  la Noche de Brujas con nubes oscuras y quejidos espeluznantes .
Suspendida en su escoba, Susana iba llamando a los ingredientes para tenerlos en la punta de su vara sarmentosa: cenizas, ojos y pelos del muerto se iban alzando entre chispas rojas y azules  hacia el temible aparatejo.
 ¿Todo en orden? «Mmm» «¡No!»  «¡Ratón!»  «¿Cómo era que se llamaba a un ratón?».
Se le alborotaron las crenchas bajo el sombrero picudo; sin el ratón, no podía lograr que Pedrito se moviera en la tumba; y lo necesitaba; estaba en juego su graduación espeluznante.
Repasó todos los conjuros conocidos: “Debajo un botón, ton, ton”, “Los hombres son los ratones y las mujeres el queso”, “Gato con guantes no caza ratones”. Nada...
Las cenizas, ojos y pelos castaños del muerto yacían en la vara, y la luna debía de haberse movido casi lo suficiente;  la sombra de los árboles estaba a pocos centímetros del túmulo... a milímetros, ahora.
Susana se desesperaba; invocaba a otras brujas, pero cada cual estaba ocupada en sus trabajos en esta noche tan especial.
De pronto, en un espasmo de sus neuronas, vibró otro conjuro: “¡Susanita tiene un ratón!”...  Pero en lugar de articular el verso ella continuó la estrofa: “Un ratón chiquitín...”¡Y palmoteó feliz!
Con el rabillo de un ojo vio asomar el hociquito; pero el ratón no llegó a la punta de la vara; bailoteó en el aire y se disolvió en  la hojarasca. Con el otro rabillo vio cómo la sombra envolvía la tumba del minino y avanzaba más allá.
¡Horror! Notó que ella misma se diluía en el aire, con vara, escoba, y todo,  junto a los otros elementos del conjuro.  Era el temido castigo del Más Allá,  a su tonta  ineficiencia y a su rapto de felicidad.

Las ramas de los árboles del Zoo Cementerio repartieron los ecos del maullido sobrenatural de Pedrito, que agradecía su reposo eterno.

martes, 28 de marzo de 2017

La Laguna


Lo habían fascinado las ninfas en la vieja foto del comedor;  el abuelo le contó que estaban nadando en la laguna del pueblo; le encantaban los cuerpos desnudos, mojados,  brillando al sol.
—¿Así es la gente grande desnuda?— preguntó inocente. Risas. Cuchicheos.
 Quiso ver, preguntar otra vez;  y tocar a los adultos. «Eso es sucio». «Calladito».
Insistió; pero estaba prohibido: ni siquiera su propio cuerpo. Prohibido, a gritos y amenazas sobrenaturales; prohibido, a golpes y penitencias; prohibido, retirando el cuadro.
La eterna sombra invisible de Agustín lo envolvía por fuera: hosco, silencioso, huidizo; solo y agresivo; por dentro, la obsesión era una fogata de urgencias reprimidas: ver, tocar, vibrar.
«Las fogatas se apagan a pisotones»; y él los sentía cada vez más dolorosos: prohibido, prohibido, prohibido… Y la obsesión crecía e incendiaba.
Como tantas otras veces, esa tarde las siguió cuando iban a bañarse a la laguna; quería gozar del cuadro cuando salieran para vestirse.  Tampoco esa tarde el grupo de chicas bulliciosas se percató de su presencia; una sombra más entre la de los viejos árboles. Agustín se asomó sigiloso a la laguna para espiarlas; chapoteaban y reían, desnudas, ingenuas. 
Sintió que su mundo interior estallaba ardiente y poderoso; se lanzó, desnudo y jadeante y rebotó con su grito de miedo  en el pozo vacío en el que alguna vez estuvo la laguna. Una sinfonía de garzas y zorzales tapó el crujido de las ramas y de las piedras sueltas. 
“Encuentran muerto en el fondo de un barranco al anciano paciente del hospital psiquiátrico; el hombre habría salido a pasear y se alejó del predio; siempre deliraba con la laguna que se desecó para urbanización a mediados del siglo veinte.”



El otro lado de "Las Margaritas Amarillas"


 Ni siquiera busco el cuadro de Lucía; es imposible que no esté frente a la escalera; lleva treinta años allí; se llama “Las Margaritas Amarillas”: flores sencillas y mucho sol;  así ve Lucía nuestra vida de amor; ¿o la suya con la mía? Cada uno en sus asuntos, pero siempre juntos entre largos silencios.
¿Por qué jamás entiendo cuando me pregunta: “Arnoldo, ¿qué hay al otro lado de mis margaritas?”. Yo me río; pienso que es un poco boba.
Acabo de despertarme sobresaltado por un estallido de vidrios y maderas, y un golpe sordo  envuelto en un grito de angustia y dolor.
—¿Lucía? ¿Qué pasó?
Silencio, su cama está tendida y vacía.
Casi olvido manotear una linterna; no hemos pagado la luz; malos tiempos para los viejos solos. Voy bajando la escalera; rengueo descalzo  y jadeante.
Busco a nivel del piso, desde el último peldaño. El pálido rayo de la linterna  sugiere cortinas, muebles; nada extraño, al parecer.
Veo un banquito caído al pie de la pared; el fuerte soporte del cuadro está casi arrancado y sostiene una soga sucia; un tarro de pintura negra vuelca mansamente su contenido sobre el cielo diáfano del cuadro.  Y justo al pie de la escalera, como en una pira presta al holocausto, se desparrama el cuerpo mudo y gastado de Lucía, desarticulado sobre vidrios, astillas y flores; Lucía y el otro lado de sus Margaritas Amarillas.
Me imagino la soga en el soporte de su cuadro, mientras Lucía, desde el banquito,  trata de escribir un mensaje póstumo antes de colgarse; lucha con la soga y el pincel y el tarro; se viene en banda, con todo, y se rompe la cabeza.
Ya estoy demasiado viejo para andar sin chancletas sobre el estropicio; me siento a llorar a la espera del amanecer y de algún auxilio; sé que está muerta; ni siquiera procuro tocarla, ayudarla, besarla. ¿Qué hay al otro lado de una vida que se rompe?
Oigo en el aire polvoriento su añosa cantilena: “Arnoldo. ¿Qué hay al otro lado de mis margaritas?” Ahora sé lo que hay: vacío, tristeza y soledad.

  

jueves, 23 de marzo de 2017

Jalea de peras


Obstinada, obsesiva,
transportada  en la estela
de  mi dulce de peras,
 llegó a la cocina.
Zumbadora, indiscreta,
aleteaba jadeante
hacia el festín brillante
de  dorada jalea.
 La espantó la palmeta
que sacudí a su paso;
se aquietó por un rato,
silenció el sonsonete.
Mas volvió a despertar
 su canción en mi oreja
en la obsesión demente
de su alma de abeja.


En uno de los giros
de mi yo ecologista,
enfrié en la cuchara
 varias rubias gotitas.
Mas no las probó siquiera;
se mató por obsesiva;
se fue a clavar de narices
en la olla traicionera.


martes, 7 de febrero de 2017

Una carta


Para implorarle que vuelva a casa… ¿Te escuché bien?¿Para qué?
No somos demasiado felices, pero hemos logrado algo de racionalidad después de su portazo. ¿Otra vez sus desplantes o su ira desatada? ¿Otra vez el estrépito de vidrios y muebles? Sin rencores, pero sin estupideces. Yo soy su hija, y no me arrepiento de haberlo echado; nos ha vapuleado y destruido; nos ha separado.
Cada cual puede decidir quién le importa; él ya lo hizo; rómpela ahora mismo, por Dios..

EL AMOR VIENE A LA FIESTA


Mil suspiros y piropos,
y algún poema escondido
en las hojas del cuaderno
que se te quedó aquel día
¡sabrá Dios  por qué descuido!
olvidado en el asiento.

Mil rubores, mil cosquillas…
te disfruto, sudoroso y encendido,
reflexivo o distendido;
me disfrutas, perfumada o desprolija,
sembrando besos secretos
cantando en versos “prohibidos”
lo que “no debe decirse”, lo que “no es propio” sentir
porque  aún somos “muy  niños"
y "de familias decentes".

Mil sofocos, mariposas,
 allá “donde no se toca”,
cuando siento
que tus ojos me desnudan;
que acarician, debajo del uniforme,
a una Eva promisoria, la manzana  tentadora
que  asegura el Paraíso,
mientras mi vientre se agita porque te sueño conmigo.

Nuestros cuerpos ya lo gritan,
anhelantes,  incompletos;
Y en cualquier rincón amigo, vuela un beso.
Nuestras manos  se equivocan de camino
y abandonan las cinturas, y aprietan y reconocen
dónde  salta y se estremece
la savia de nuestra esencia;

El amor viene a la fiesta.

miércoles, 1 de febrero de 2017

El Predicador


No sé si la pandemia decreció, terminó, o perdió interés político. Pero, al parecer, podremos  reeditar "Las Fiestas", al modo tradicional,
 ajetreado, aunque los bolsillos están bastante secos.
Mientras se acerca la Navidad, recuerdo un episodio que viví hace un par de años.
En estos tiempos de revisión de los valores humanos, mucha gente dice que ha perdido la fe; otros, en cambio, se sienten profetas y gritan desinteresadamente por la conversión, o reversión hacia los credos tradicionales. Desde su propio espíritu apasionado apalean la molicie de nuestra “new-age”. 
¿Fanáticos? ¿Voceros de un negocio?... Lo cierto es que promueven milagros, como el de esta escena .
   Ardiente mediodía de diciembre.  Hace veinte minutos que la gente espera el colectivo en la plaza. Por supuesto, está atrasado. Las campanas de la catedral dan la una de la tarde con música de “Noche de Paz”.
De pronto explota la voz del predicador: “¡Jesucristo es el único camino para la vida y la paz!”
Personaje conocido, si los hay en Córdoba, siempre está a la sombra este moreno robusto y cuarentón que lleva una cadena gruesa cruzada al pecho. Debe de tener alguna conexión con la empresa de ómnibus; parece que le avisan cuando un coche viene atrasado; entonces, brota de improviso en su bicicleta y comienza su labor redentora.
—¿Qué esperas? ¿Qué esperas? ¿Llegar a tiempo para que no se te derritan los helados? ¿Cuidar que no se malogren los lechones que has comprado? ¿Así preparas la Navidad?
Los pasajeros lo ignoran, comentan los preparativos de la fiesta, miran las palomas y otean el camino del transporte.
—¡Gula y pecado! ¡Así preparas la llegada de tu Redentor!
—De Papá Noel, ‘boludo’— grita un adolescente — ¡Viva ‘la joda’! ¡Tomá unas garrapiñadas para que te las …!
Algunos le chistan al pibe; otros se ríen y lo palmean.
Se palpa el nerviosismo de los que esperan. Tantean sus bolsos: efectivamente, se están ablandando los congelados.
—¡Hijo de las Tinieblas! ¡Te vas a condenar!¡Traigo el aviso de la Justicia Divina!—sacude la estrepitosa cadena—¡Adoras a tu estómago, glotón impío!¡Ya estás cebado, entonces!¡Tienes el cuchillo en tu barriga!
 Y el colectivo no viene. Sobre la vereda hay algunos charquitos de agua y frutas apretadas. Crece la tensión. Un hombre obeso lo mira con odio. Una jovencita desaliñada trata de calmar al bebé glotón, dándole de mamar.
Las campanas dan el primer cuarto después de la una y el predicador sigue con su atronadora letanía: los Romanos, los Gálatas, la hipocresía del Papa…
«Ave María Purísima»… Una anciana se apoya en el carrito de compras, saca un rosario y un paquetito de frutas frescas, y avanza temblequeando y sacudiendo el rosario.
«¡Señora! ¡Cuidado!¡Es un loco!»
Entra en el aura del predicador; él la mira extático; ella irradia una luz extraña, mágica; puede que no sea ella, sino las baldosas quemantes de la plaza, pero…
Hijo; hace mucho calor; tomá estas uvas para que refresqués tu garganta…
Mágico silencio. El predicador queda impactado; parece que viera a los ángeles, desparramando su guión. Recibe las uvas, y empieza a comer.
 La viejita le marca con el índice: “Uva número uno: «No juzguen, y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados».  Uva número dos: «El que come, para el Señor come, porque da gracias a Dios». Uva número…
Frena el colectivo delante de la ‘cola’. «No abrás la boca», le sopla el gordo al adolescente, que es el primero de la fila. «Ni se te ocurra decirle que deje de comer, por favor» dicen los pasajeros mientras suben.
Adelante, señora. Suba que la ayudo con el changuito.

El predicador sigue comiendo, calladito, a la sombra. Suena la una y media, y las campanas cantan Noche de Paz. 

martes, 10 de enero de 2017

MI PROPIO VIAJE


Desde que te fuiste renuncié a buscarte.
Plegado en mi alma
encontré tu mapa
y me quedé quieta, junto a la ventana,
 persiguiendo rumbos, senderos, espacios…
con el dedo agudo de mis remembranzas.

Carreteras  largas, inmensas, vibrantes…
Senderos callados, húmedos de lluvia…
Playas, montes, calles. ..
Praderas o bosques…
 Te voy encontrando y me hacen cosquillas
 todos  los momentos que pasé a tu lado.

lunes, 9 de enero de 2017

Esperame en la terraza

Se giró al escuchar el grito: ¡Lauraaa!… ¿ Arriba, en el aire tibio del atardecer? ¿O dentro de su corazón?
De espaldas, a unos pasos del moderno edificio, se disponía a subir al coche; la llave estaba en la cerradura. El semáforo se puso en  rojo. ¿Frenadas?
Levantó la cabeza, con la mano en la puerta entreabierta; entonces lo vio volar en picada desde el octavo piso; allí,  desde la terraza en donde habían pasado una hora poniendo en orden su futuro de pareja en crisis. También volaban el infaltable portafolios y uno de sus mocasines; no supo que estaba corriendo con los brazos extendidos para recibirlo; tampoco advirtió el coqueto bolsito beige, entreabierto, que se soltó de su mano; un labial, un portadocumentos y el celular se desparramaron en la vereda,
Ismael caía inexorable, mudo y vacío, ya desparramada su vida, sus papeles, sus planes, su actitud de triunfador; cincuenta años de éxitos y ochenta kilos de importancia y no pesaba más que cualquier papelito; a su paso se abrían ventanas de ignotas oficinas y el grito renacía con los de tantos otros. Laura corría con toda su confusa y desesperada angustia, ciega por la melena revuelta y por sus lágrimas secas. Su alarido desgarrador, que sabía a duraznos y vodka, se había ligado al de Ismael, y al de la gente en la vereda y en los ascensores;  y él volaba,  quieto y rígido,  muy cerca del piso, mientras ella se ahogaba en el loco palpitar de su corazón.
«¿Qué hiciste?» «No, no; pará» «¡No te lo creíste!» «Este tiempo que decidimos darnos…» «¿Todo estaba podrido para vos?» «¡No, no, por favor!»
Crujió el tacón de su sandalia derecha. El reventón de Ismael contra las baldosas estalló junto con el de su propia caída amortiguada sobre el cuerpo sin rostro.
Después se apagaron sus sollozos histéricos; no oyó el nuevo arranque de los autos,  las voces,  ni las sirenas…
Enarboló su celular de niebla y contestó la llamada muda: “Hola… Sí… Esperame en la terraza con unos daiquiris… Llego ´en cinco’, más o menos…”