Blog para recopilar y compartir mis escritos, fragmentos de lecturas que me han impactado y algunas informaciones útiles para escritores
viernes, 24 de noviembre de 2017
Aterrizaje
Con las primeras luces del día, las nubes soltaron el abrazo que había encadenado toda la noche, al viejo aeroplano; en un aterrizaje milagroso, se posó sobre el suelo de la Rusia primaveral, todavía fría pero luminosa.
miércoles, 8 de noviembre de 2017
Morir como la Tierra
Todo gris, reseco y enceguecedor. Polvo, piedras y duros reflejos. Ni una nube
promisoria; ni una sombra. Te has sentado muy alto, dominando el vacío con tu
decisión. Llegaste arriba casi a rastras; tu compañero ha quedado, despojo de
guerra, en su tumba ignorada. Traes en el vientre a tu hijo huérfano y
extranjero; esperas volver a tu antiguo paisaje de bosques y arroyos; anhelas reencontrar
a tu gente, sus cantos, sus sabores, sus palabras; esa es la vida que quieres
para el niño.
Te levantas, tambaleante, y buscas un trago de agua en el
morral; pero la pequeña bota está vacía;
¿la ha roto un golpe contra las piedras?; ¿el calor evaporó el líquido?
Tal vez tu suerte
sea morir en pocas horas, entre
recuerdos felices, sin llegar a ver el paisaje de tus sueños; ese que ahora también es gris, reseco y vacío.
Magia de carnaval
El carnaval ha llegado al pueblo; «una
magnífica oportunidad para recoger votos», pensaron las autoridades; y han
distribuido bebida y cigarros; no falta quien opina que los negociantes de
drogas están haciendo su agosto en las arcas municipales. Pero si es gratis…
Como una serpiente sonora y luminosa, el carnaval va reptando por las calles; cada escama de su piel es un personaje vibrante de historia y de pasión; las tangas coloridas llenas de lentejuelas apenas sostienen el vaivén sensual de las caderas y las plumas vibran en el juego erótico de las comparsas. Como bichos curiosos y audaces, los puebleros y los turistas se arremolinan fascinados; algunos visten disfraces menos convencionales que descubren al niño interior que se escapa del hastío y de la rutina: el Zorro, el esqueleto, los osos, los cowboys.
Al son de una banda estridente bailan y corean: «¡Margarita, Margarita, Margarita!»
El solo de tambores es el telón que da paso a Margarita, la prostituta preferida; ella avanza y se retuerce en una danza frenética; altos tacones, malla escueta que apenas sostiene las enormes caderas y los senos desbordantes. Los silbidos, los aplausos, los gritos obscenos, el chillido agudo de trompetas y flautas rústicas; y la nube del humo de los cigarros, más y más espesa aumentan la excitación desde sus gestos procaces.
Y de pronto... el samba se amortigua; los timbales reemplazan a los tambores y la estridencia de los amplificadores da paso a otra melodía serpenteante, incisiva y adormecedora.
Margarita se diluye en otra forma femenina toda luz y oro, desde las piernas firmes y las ajorcas finas y destellantes, hasta la diadema que contrasta sobre el pelo de ébano; baila con pasos lánguidos e insinuantes, como un junco exótico; una bruma irisada se cierra a su alrededor y la transforma en un ser sagrado e intocable. Princesa... Áspid...El aire huele a sándalo e incienso.
La serenidad de su gesto es casi pétrea. Pero nadie quiere escudriñar los pensamientos de la mujer, delgada, pero opulenta . Sus sandalias doradas mantienen el ritmo y su túnica flota apenas, ceñida a su cintura.
Y el público canturrea y se balancea como si viajara con ella; va cayendo como adormecido y jadeante sobre los adoquines… en un barco de maderas preciosas y penetrantes perfumes, en el mismo río milenario que fluye en los recuerdos de la princesa; se sienten personajes, príncipes o esclavos, amantes o enemigos enredados en bacanales, poseídos por su magia, engendrándole hijos y muriendo asesinados; y volviéndola cada vez más poderosa y mítica; menos mujer y más río y más imperio. Ahora, campesinos remotos que recogen dos veces al año, mágicas cosechas.
Unos instantes más. Como los pájaros en el alba, vuelve a ascender el estrépito carnavalero. Ella camina hacia el muelle del pueblo costero; la extraña se hunde con toda su magia en la costa que huele a pescado.
Y en medio de la calle relampaguea Margarita en la comparsa dorada, y la gente chifla y patalea y grita menos enérgica, como desilusionada y engañada.
503 palabras
Como una serpiente sonora y luminosa, el carnaval va reptando por las calles; cada escama de su piel es un personaje vibrante de historia y de pasión; las tangas coloridas llenas de lentejuelas apenas sostienen el vaivén sensual de las caderas y las plumas vibran en el juego erótico de las comparsas. Como bichos curiosos y audaces, los puebleros y los turistas se arremolinan fascinados; algunos visten disfraces menos convencionales que descubren al niño interior que se escapa del hastío y de la rutina: el Zorro, el esqueleto, los osos, los cowboys.
Al son de una banda estridente bailan y corean: «¡Margarita, Margarita, Margarita!»
El solo de tambores es el telón que da paso a Margarita, la prostituta preferida; ella avanza y se retuerce en una danza frenética; altos tacones, malla escueta que apenas sostiene las enormes caderas y los senos desbordantes. Los silbidos, los aplausos, los gritos obscenos, el chillido agudo de trompetas y flautas rústicas; y la nube del humo de los cigarros, más y más espesa aumentan la excitación desde sus gestos procaces.
Y de pronto... el samba se amortigua; los timbales reemplazan a los tambores y la estridencia de los amplificadores da paso a otra melodía serpenteante, incisiva y adormecedora.
Margarita se diluye en otra forma femenina toda luz y oro, desde las piernas firmes y las ajorcas finas y destellantes, hasta la diadema que contrasta sobre el pelo de ébano; baila con pasos lánguidos e insinuantes, como un junco exótico; una bruma irisada se cierra a su alrededor y la transforma en un ser sagrado e intocable. Princesa... Áspid...El aire huele a sándalo e incienso.
La serenidad de su gesto es casi pétrea. Pero nadie quiere escudriñar los pensamientos de la mujer, delgada, pero opulenta . Sus sandalias doradas mantienen el ritmo y su túnica flota apenas, ceñida a su cintura.
Y el público canturrea y se balancea como si viajara con ella; va cayendo como adormecido y jadeante sobre los adoquines… en un barco de maderas preciosas y penetrantes perfumes, en el mismo río milenario que fluye en los recuerdos de la princesa; se sienten personajes, príncipes o esclavos, amantes o enemigos enredados en bacanales, poseídos por su magia, engendrándole hijos y muriendo asesinados; y volviéndola cada vez más poderosa y mítica; menos mujer y más río y más imperio. Ahora, campesinos remotos que recogen dos veces al año, mágicas cosechas.
Unos instantes más. Como los pájaros en el alba, vuelve a ascender el estrépito carnavalero. Ella camina hacia el muelle del pueblo costero; la extraña se hunde con toda su magia en la costa que huele a pescado.
Y en medio de la calle relampaguea Margarita en la comparsa dorada, y la gente chifla y patalea y grita menos enérgica, como desilusionada y engañada.
503 palabras
martes, 31 de octubre de 2017
EL BUITRE
En el pueblo nos esperaban para el Samain. Pero la banda de
salteadores atracó el carro, lo vació y lo quemó. Destrozaron a tiros y
culatazos a mi familia y huyeron con nuestros caballos, regando el suelo con
las castañas que caían de las bolsas.
Yo estaba lejos del campamento. Permanecí agazapado en la
letrina de espinos; escuché los aullidos de mi gente, el estruendo de los
rifles y el galope de la fuga. Cuando reinó el silencio me animé a rondar los
restos del desastre.
Espanté a los
primeros buitres que se preparaban a gozar del banquete; volvieron a acechar
desde un gajo reseco.
No podía hablar ni llorar; me ahogaba una ira caliente que
me sacudía el corazón y el alma.
En algún momento se me desataron el hambre y un llanto
mínimo, casi seco; con los restos del incendio asé un par de castañas; las
mantuve rodando en la boca, pero no pude tragarlas; significaban fiesta,
familia, vida. Y yo estaba casi muerto entre mis propias ruinas.
Los buitres no abandonaban la rama mustia; presentían que la
vianda sería más abundante que al principio. El más audaz, o más hambriento se
lanzó en picada sobre el cuadro fúnebre.
Increíble: en medio de mi pasmo y de mi
debilidad salté hacia arriba con los dedos engarfiados para atrapar su cuello.
Sentí un picotazo en la mano y el aleteo de la bandada que nos abandonaba.
No sangré; al contrario, fue como haberme inyectado una
fuerza nueva, desconocida.
Velé a los míos hasta que atardeció. La ira había ido mudando
a indiferencia. Impávido, como si estuviera fuera de mi cuerpo, vi cómo mis
uñas crecidas y sucias desgarraban el vientre hinchado de mi hermanito y buscaban sus entrañas; sentí
que el pellejo sangriento pasaba por mi garguero. Después avancé a los saltos
sobre los cadáveres y rapiñé los ojos de mi madre y las manos agarrotadas de mi
padre.
Un manto tibio y oscuro me abrigaba del relente. Un somnoliento
bienestar me levantó hasta la maleza. Casi dormido sacudí mis plumas negras,
erguí la cabeza y le grazné a la luna creciente.
Con las luces del alba me despertó el llanto de los
parientes que llegaban a buscarnos al conjuro del humo y de los carroñeros.
—¡El pequeño Gastón!¡Gracias a Dios está vivo y no lo han
raptado!
¿Estoy vivo? Me temen, huelo mal, sueno áspero. Apenas me
alimento: la gente no deja ratones muertos a la intemperie ni me permite rondar
sus canarios. Desde los seis años vegeto en el monte. Ya ni siquiera me
extrañan.
Y cuando es luna llena, echo alas, plumas y garras; entonces
salgo de rapiña, como un buitre solitario. Los espíritus de mi familia,
comulgados en esa tarde siniestra, aletean en mí; no sólo buscan alimento;
esperan la noche de la venganza.
lunes, 30 de octubre de 2017
¿Y después qué?
Nadie se pregunta “y después ¿qué?” mientras trepa, mochila
al hombro, en busca de maravillas, entre amigos y canciones; ni cuando arde el ‘fogón’
y la música guitarrera sube en el humo, hasta las estrellas.
Nadie se pregunta “¿y después qué?” ante un árbol rebosante
de mandarinas; todos saben que se van a acabar y las disfrutan a pleno:
comiendo, oliendo, mirando.
Nadie se pregunta “¿y después qué?”, en el primer beso, en
el hijo recién nacido, en los cumpleaños felices.
Somos tan, pero tan felices… Y entonces chocamos…
Duda, enfermedad,
traición, soledad, violencia… Sólo
el dolor nos vuelve demandantes de respuestas.
Cuando la vida duele, recordamos
que también es invierno y desamparo, guitarras rotas y versos pisoteados.
“Después qué” es un
fantasma tenebroso que agita sus cadenas. Si le preguntamos a él, sacudirá su manto oscuro y sembrará
pesadillas.
¿Y entretanto el
Amor? Como el fuego en las piedras,
chispea cuando chocan la realidad y la Esperanza.
lunes, 23 de octubre de 2017
NÁUFRAGO
La noche anterior sobrevivieron
al naufragio; pero su mujer quedó malherida y loca; los quejidos persistentes no lo dejaban
concentrarse en la absurda búsqueda de auxilio. Ni motor, ni remo, ni
provisiones; todo el día habían girado a
la deriva, bajo el sol ardiente. Apenas quedaba un par de tragos de agua.
Caía la tarde cuando encontró un palo bastante largo y fuerte que flotaba cerca del bote; empezó a remar, tal
vez por hacer algo distinto, y le pareció que avanzaba sobre las aguas quietas;
quizás porque el mar estaba cambiando de plateado a negro, y en el cielo, cada
vez más oscuro, empezaban a brillar las estrellas. Arreciaba el frío…
Los estertores dolorosos de la
mujer perforaban la noche; y zumbaban en
el cerebro del hombre entre ráfagas de piedad, de ira, de miedo.
Entonces se eligió para
sobrevivir: enarboló el palo y le destrozó la cabeza; después tiró su cadáver
al agua y volvió a remar; sentía su alma serena, sin culpas; ella descansaba,
él saldría del infierno del hambre, la
sed y la soledad.
De pronto divisó las hogueras; las
estrellas se empañaban con el humo; intuyó a los pescadores que se preparaban
para el día siguiente.
El bote se acercó a la playa y encalló en las rocas. El
náufrago exprimió sus últimas fuerzas, se apoyó en el palo y llamó con un único
grito agónico. Sólo le respondió el chasquido creciente de las olas contra las
piedras...Creciente, ensordecedor… Desde las hogueras inmensas, avanzaban siluetas danzantes. ¿Palmeras al
viento? ¿Demonios carcajeantes que celebraban su arribo?
viernes, 20 de octubre de 2017
LA PRINCESA REBELDE
—¡Cuando las ranas vuelen!— contestó el rey.— ¡Qué
ocurrencia, hija mía! ¿No te gusta ser princesa? Y siguió su majestuosa
marcha hacia la sala del trono. ¡Para qué esperar que una niña de nueve años le
contestara!
«¡Entonces, es posible; algún día dejaré de ser princesa, y
jugaré en el patio, todo el día, sin escolta!» pensó.
Si supieran cómo se le había ocurrido. Fue cuando anduvo por
la zona de servicios, la tarde en que su “mademoiselle” se volcó una taza de té
caliente en la mano. Aprovechó la confusión para escabullirse y se asomó al patio
posterior de palacio; los chicos descalzos y desabrigados, jugaban muchísimo; mientras
ayudaban en la huerta o la cocina, se hamacaban en las ramas, se escondían en
la caballeriza, perseguían a los patos. ¡Era tan distinto de las “visitas”
semanales de las “petites dames”! Siempre modosas, silenciosas, manipulando
muñecas y comiendo masitas; y siempre con la escolta, en el parque o en su
cuarto.
Aunque trató de que no la vieran, un niño de su edad se le acercó.
—Soy Pedro. Vení, juguemos.
—No puedo ensuciarme; soy princesa.
—Ya sé. Pero una princesa puede hacer lo que quiera. Si no, ¿para qué
sos princesa? Yo puedo hacer lo que quiero.
—¿Podés buscarme una rana que vuele?
—A lo mejor. Viven en Madagascar. ¿Para qué la querés?
—Para ser menos princesa y jugar con ustedes.
—Se la pediré a un marinero amigo de mi papá. Yo te mandaré la rana
voladora en cuanto la tenga.
II —¿Las ranas vuelan?— le preguntó a la institutriz.
—Creo que solamente en los cuentos de hadas, Alteza; vamos, debéis
repasar las tablas de multiplicar y no perder tiempo en ensueños. Ah; y el supino
de los verbos que os enseñé ayer. Y, por favor, no os echéis a llorar. Sois una
princesa.
¡Pobrecita! No quería saber nada de matemáticas ni de
latines; tampoco le interesaba el protocolo de la vida real.
Estaba muy distraída y tristona. ¿La habría engañado Pedro?
¿O la institutriz no sabía todo lo que se puede saber?
III- Y una tarde… ¡Sorpresa! Pedro la llamó desde un macizo
del jardín; se había acercado a las ventanas de los aposentos con dos ranitas
voladoras. Con grandes aspavientos indicó a la princesa lo que sucedía en el
parque.
—¡Oooohhh! ¡Deteneos, Alteza!— gritaba la institutriz y corría detrás
de ella mientras bajaba las escaleras.
El rey, la reina y los ministros paseaban solemnes cuando
vieron unas jaulas misteriosas colgadas entre los árboles. Entonces conocieron
a las ranas voladoras. Eran muy bonitas y volaban como los monos.
—
¡Jamás las he visto! ¡Esto es brujería!— exclamó
el rey. La reina, por supuesto, se desmayó, pero como estaba encantada con las
ranitas se recuperó enseguida.
La princesa llegó sin aliento junto a sus padres y los
acompañantes. Venía en shorts y sin coronita.
Justamente en ese momento el Ministro de Cultura le decía al
Rey:
—Majestad. Existen. Ya os mostraré la nota en Internet cuando
terminéis vuestra partida de Candy Crush. A vos también, mademoiselle. Es la
cultura de hoy: estar abiertos al mundo.
Como la princesa no tenía la coronita, no corría el
protocolo; así es que pudo saltar, aplaudir, chillar y sacar a Pedro de su
escondite.
—Me voy a jugar al patio con Pedro y los otros chicos, papá. Me
lo prometiste, recuerda: será cuando las ranas vuelen.
viernes, 6 de octubre de 2017
SABIO QUE LADRA
Varias veces durante el día, el perro le gruñó a la sombra que se
asomaba desde alguna grieta de la pared, o por debajo de los muebles; la
dominaba con un ladrido si avanzaba hacia el dormitorio: “todavía no”; después,
él volvía a arrinconarse, para descansar los huesos.
En plena madrugada, el Tobi se agitó en el rincón de la cocina; se
levantó cuando el viejo salió del dormitorio; lo husmeó desconfiado y nervioso:
había pasado junto a él sin regalarle ni siquiera un silbido cortito.
Con la
cola baja, lo fue siguiendo mientras preparaba un té de yuyos y hurgueteaba en
el botiquín. El hombre se estaba portando diferente; sonaba diferente, con sus
suspiros y sus hipos; olía diferente,
a desconcierto y miedo.
Con su ciencia de perro viejo,
entendió que faltaba poco. Le hociqueó el borde del pijama y se echó a la puerta; no debía seguirlo Arrastrando
las pantuflas, el anciano llevó el té y los remedios al dormitorio.
En ese momento, el viento empujó la puerta del
patio y el Tobi vio a la sombra que avanzaba decidida; esta vez no gruñó: sabía
que ya era la hora y que se llevaría los últimos gemidos de la mujer tendida en la cama. Rompiendo
las reglas, él también entró, a rastras, a la habitación.
El
hombre estaba sentado en el borde del colchón; le hablaba muy bajito a su
compañera y le acariciaba la cabeza. El
Tobi sabía que ella estaba muerta y que el amigo lo necesitaba especialmente.
Lamió las manos del dueño; él le rascó la cabezota y arrancó a sollozar; el
Tobi gemía; no era el dolor de su artritis: era un arrullo fraternal.
*ESPERANDO EL TREN
“Dormían en habitaciones separadas y todo; debían tener como 70 años cada uno, y hasta puede que más y, sin embargo, aún seguían disfrutando con sus cosas”. Sus cosas: las que habían amasado, tejido, inventado entre los dos a lo largo de esos años. Los recuerdos, las bromas, las miradas. Disfrutaban de la presencia mutua, y de las ausencias consentidas, silenciosas, dormilonas, quietas; de estar vivos y juntos; de ir cediéndose mutuamente gustos, opiniones, espacio, tiempo. Disfrutaban de sus cuerpos, de los nuevos lenguajes del amor que descubrían, cama afuera, sin prejuicios. Cada día renacían en un rezo, unos mates y un beso trémulo, tal vez distraído en la búsqueda de los remedios o de los anteojos. Y cada día eran una pareja tomada de las manos; esperaban el tren indefectible sin alharacas y sin miedo.
*Participación en un juego de escritura, a partir de la primera frase de "El Guardián entre el Centeno", de Salinger.
*Participación en un juego de escritura, a partir de la primera frase de "El Guardián entre el Centeno", de Salinger.
miércoles, 3 de mayo de 2017
BORRACHO
Supo que el vaso estaba lleno nuevamente.
El mozo, comedido,
regresaba a la barra, indiferente.
Desde su mesa
arrancó con poemas enredados
y con coplas pastosas
e incoherentes.
Ni una vez, medio vaso;
una y otra, dos tres… vaso completo.
«A
medias, media luna»,
recitaba.
«O
unas medias tramadas de agujeros».
Y rompiendo a cantar, desafinaba:
«A
medias, incompleto,
cosas de perezoso o indeciso».
Y animado de aplausos y silbidos
Continuaba su terco desvarío.
«La
vida es todo o nada, ¡viva el vino
que por el vidrio espía
mis pesares!»
«Ya
no me duele el alma, flota lánguida
entre las viejas penas olvidadas
que el vino fiel, ahoga
cada tarde».
martes, 2 de mayo de 2017
Un visitante apurado
—¡Ya
voy!—gritó por encima del chirrido incesante
del timbre.
Se levantó del sillón, de un salto.
Justo cuando el asesino de la
serie aprontaba su revólver, abrió de un tirón la puerta de calle. Resonaron
dos explosiones: el estallido del revólver en la tele, y el de su experta
patada de karateca en la muñeca del
visitante. El arma que le apuntaba voló
por encima de la tapia.
jueves, 27 de abril de 2017
AMADO MORENO DE MI CORAZÓN
—Linda casa—comentó la vendedora de
pasteles.
—Linda—contestó su compañero.
—Merecida la tiene, Don Mariano, por
honesto y leal.
—Así le han pagado los de la Junta.
Lo han nombrado embajador en Inglaterra.
—Se sacaron los estorbos ‘del medio’.
A éste, por ‘jetón’ se lo han dado a los gringos; a Belgrano, como es más
quedadito lo han hecho milico a la juerza; que se lo coman los mosquitos en el
Paraná.
—Y a ‘ujtede do´ no les van a
alcanzar las patas cuando les echen mano los ‘cogotudos’, por lenguas largas—gritó
la Candela que volvía del matadero con el canasto a la cabeza.
Mientras se perdían calle abajo, llegaban
desde el patio de la casa las risas de Marianito y la niñera, y los ladridos
del Gauchito. Bajo una llovizna leve, un aroma de madreselvas y jazmines
anunciaba la plenitud de la primavera en Buenos Aires.
Por un momento, María Guadalupe
Cuenca sonrió a la escena; canturreaba
unos versos que se le habían ocurrido unos meses antes, para la segunda carta a
Mariano:
Amado
Moreno mío/ dueño de mi corazón
de mis suspiros de niña/de mi vida y de mi amor.
Ahora
que te han llevado/no me puedo consolar.
Mi pena
se me hace canto/pero vos no me escuchás.
¡Es
tanto mi sufrimiento/por tu ausencia y el temor!…
¿Y si en
el mar te me pierdes, y yo me pierdo sin vos?
Volvió frente al secreter para
meditar y seguir repasando y escribiendo sus memorias. Así había escrito a poco
de llegar a Buenos Aires, en 1805.«Vida sencilla y digna, la de los
Moreno. Desde los catorce años, cuando nos casamos, la vida con Mariano es una
loca aventura de cimas y abismos; gracias a la Virgen no nos falta el amor.
«Ya han habilitado a Mariano para que
ejerza la profesión. Tenemos nuestra casa.»
«Marianito ya tiene ocho meses; es
nuestro premio cotidiano»,
Y al año siguiente: «¡Calificaciones
brillantes!¡Cuánta clientela!
A veces no veo a Mariano; a veces no
puedo entender sus problemas políticos.
Añoro las veladas plácidas de
Chuquisaca, y a mi buena mamá que Dios guarde en Paz.»
Pero después del glorioso 25 de mayo
de 1810, Mariano, había ido cayendo en desgracia. «Tristes Navidades marcadas
por los rencores y la incomprensión. Mariano ha renunciado a la Junta».
Ahora vuelve a tomar la pluma: «Mariano va rumbo a
Inglaterra. Aquí estoy con mi hijito, amenazada de pobreza y empapada de
soledad y angustia. Ya van cuatro meses sin noticias.»
« Mi pena se me hace canto, pero vos
no me escuchás. »
Desde el pasillo la alertó el
chancleteo de la Simona.
—Amita. Esto han ‘dejao’ en la cancel.
María Guadalupe, sentada frente al
secreter, dejó la pluma en el tintero, escondió el pañuelito en una de las
mangas del vestido y se volvió hacia la esclava.
La negra, expectante le alargó un
paquete mediano y se quedó a su lado. Había confianza de años; sabía que podía
compartir su curiosidad y la emoción del ama.
.«Pobre, mi niña. Otra vez llorando» pensó mientras la joven
señora desataba el paquete misterioso. «Demasiado envoltorio para ser buen
augurio»
Guadalupe rasgó el último papel, levantó
la tapa de la caja y se derrumbó sobre la alfombra con un grito ahogado en
sollozos.
—Ay, Dios mío; Mariano…
—¡Amita! ¡Mi reina! «Le hubiera valido más
quedarse de monja en Chuquisaca»
Junto al ama se habían desparramado
como mariposas negras un abanico, unos guantes y un velo de viuda; y un paquete
con las últimas cuatro cartas que le envió al barco; todas estaban cerradas. Y
nada más…Nadie le explicó que él yacía
en el fondo del mar, envenenado y envuelto en una bandera inglesa.
Mientras la abanicaba y le ponía un
almohadón debajo de la cabeza, Simona invocaba a la Virgen por el descanso
eterno para su enérgico y justiciero amo; y al ancestral Olorún, le pedía una pedrea
de desventuras para Saavedra y sus secuaces.
En el patio había arreciado la
lluvia. Silencio. Al pequeño Marianito le había llegado la hora de crecer, de
repente, a los seis años
miércoles, 26 de abril de 2017
Los tambores de Ongamira
Ongamira, en las Sierras de Córdoba, significa ”Energía de todo lo creado”; la
energía vive en las rocas y se derrama en agua, luz y verdor sobre un valle fértil y profundo.
Cinco siglos atrás, cuando no existía la carretera que
serpentea hacia La Rioja, los Camiares o Comechingones habitaban la zona;
vivían en las cuevas y al aire libre, protegidos por el cerro Charalqueta (de
la alegría). Eran, entre los pueblos
vecinos, los sacerdotes naturales de la
Luna y la Energía Cósmica.
En aquel tiempo, el tambor silencioso de la luna llena
mostró manchas de sangre. Los
comechingones recibieron en sus corazones los ríos de tristeza que bajaban por
los toboganes de aquellos rayos: era el aviso de la guerra; la invasión
española avanzaba por las laderas, en pro de los grandes yacimientos que
albergaba el cerro.
Durante varios días y noches, los tambores sonaron incesantes desde las cuevas y los bosquecitos; así guiaron a los más débiles para que se
refugiaran, y a los jóvenes y fuertes hacia los puntos más adecuados para el ataque y la defensa. Los indígenas sabían
que la derrota marcaría el fin de su risueña existencia; destrozarían al Charalqueta y ellos serían obligados a la
esclavitud de las minas. Antes de eso,
volverían a su raíz: el espíritu de la Luna.
Pero la suerte les fue adversa. Poco se podía contra los
mosquetes. Cuando vieron ya muy cerca las mulas y las armaduras, los tambores
callaron y vibró un largo soplo agudo de la quena. De inmediato, los atónitos soldados que iban
trepando recibieron espantados una lluvia de cuerpos de mujeres, niños y
ancianos que se lanzaban al abismo; los últimos guerreros vivos seguían
arrojando flechas y piedras antes de
caer bañados en sangre.
Algún eco de tambores avisó de la tragedia a los otros
pueblos más lejanos; ellos sepultaron en sus memorias a Charalqueta y cambiaron
el nombre del cerro: Colchoquí
(fatalidad).
La historia siguió su curso; la naturaleza restauró las
heridas del cerro y Ongamira volvió a ser un espacio alegre para vivir y un
notable atractivo turístico.
Pero las nuevas tecnologías y la ambición creciente vuelven
a plantear el problema.
Y otra vez los tambores llaman a la defensa de la belleza de
Ongamira; el veintiuno de marzo pasado se realizó un encuentro internacional:
Ocho mil tambores por la Paz, en la entrada a las Grutas de Ongamira . Fue un gesto comunitario contra la minería a
cielo abierto. Y en un acto simbólico se renombró Charalqueta al Colchoquí.
viernes, 7 de abril de 2017
AQUÍ ESTOY
Y me vine, aunque todos me dijeron
que podía agitarme
demasiado.
Aquí te estoy oyendo
emocionada,
y te aplaudo de pie
cuando recibes
tu flamante diploma
de graduado.
Aquí en mi corazón está tu imagen:
dormido en el moisés, arrebujado
en la mantilla azul que te he tejido
para estrenar en aquel
día ansiado.
Aquí te estás
durmiendo entre mis brazos,
(“alzame, abuela, tengo sueño”)
cansado de golear, o ser piloto,
o domador de arcaicos dinosaurios;
aprendiendo ajedrez con el abuelo,
leyéndonos un cuento,
o inventándolo.
Te pongo en penitencia, algunas veces,
te curo una rodilla lastimada;
te escucho cuando me hablas de una novia;
disfruto con tu foto en la montaña.
Y aquí estoy, otra vez, y me emociona
oir cuando agradeces a la vida
y a tanta gente que creció a tu lado.
Es que entre ”tanta gente” está “la abuela”
y de mi nieto estoy enamorada.
Mi roca, mi baluarte
La fila patética de los presos vestidos con pijamas inmundos, se desplazó desde los barracones por el
terreno helado y ventoso; no tenían edad: todos estaban aplastados por la misma desnutrición física y moral.
Pocos guardias flanqueaban la línea de espectros; no se
necesitaban demasiados para contener a estos infelices, tan ausentes ya…
David marchaba entre ellos; parecía uno más, tan flaco y tan
sucio como todos.
Día a día
recibió su jarro ardiente de bazofia; percibió el jadeo acatarrado de los
enfermos, obligados a cavar, tal vez sus propias tumbas; los vio caer y cómo los ultimaban a
culatazos; oyó el rumor sobre los desaparecidos, y olió el extraño humo acre.
Mientras iban
muriendo las esperanzas, una llama invisible calentaba todavía su corazón:
David iba cantando Salmos en su garganta
silenciosa. Eran su patrimonio de judío fervoroso: la Fe en Yahvé, lo que jamás le robaría la
miseria del campo.
“Tú
eres, Señor, mi Fortaleza, mi Roca, mi Baluarte, mi Libertador.”
No sabía si estaba enloqueciendo, pero una voz interior lo
cuestionaba: «¿Por qué no me
proclamas? ¿Tienes miedo de morir? Eres uno de mis elegidos»
La pregunta
crecía en la tragedia cotidiana; siseante, zumbona, clara…
…y se hizo enérgica,
esa mañana, cuando tuvo la visión: El
Sabbath de la infancia; la madre prendiendo los cirios; la Fe vibrante en la
alegría y el Amor de la familia; las velas que se consumían hasta morir entre
canciones y alabanzas…«morir
entre canciones de alabanza»…«volar al Hogar entre canciones
de alabanza»...
Entonces
estalló su canto súbito y vibrante: “Tú eres, Señor, mi Fortaleza, mi Roca, mi Baluarte, mi
Libertador”.
Y
el canto de otros que soltaban también, sus voces…
Y
también estallaron las balas; y mientras los cuerpos caían, ellos se veían,
sangrantes, desde el anhelado carro de
fuego de Eliseo, en que ahora viajaban.
NOCHE DE BRUJAS
Susana esperaba la señal de la luna para comenzar el
hechizo. La sombra de los altos árboles
del cementerio debía tocar la tumba
de Pedrito. Era la señal de un
ángulo propicio. Entretanto el viento enmarcaba
la Noche de Brujas con nubes oscuras y
quejidos espeluznantes .
Suspendida en su escoba, Susana iba llamando a los
ingredientes para tenerlos en la punta de su vara sarmentosa: cenizas, ojos y
pelos del muerto se iban alzando entre chispas rojas y azules hacia el temible aparatejo.
¿Todo en orden? «Mmm» «¡No!» «¡Ratón!»
«¿Cómo era que se
llamaba a un ratón?».
Se le
alborotaron las crenchas bajo el sombrero picudo; sin el ratón, no podía lograr
que Pedrito se moviera en la tumba; y lo necesitaba; estaba en juego su
graduación espeluznante.
Repasó todos
los conjuros conocidos: “Debajo un botón, ton, ton”, “Los hombres son los ratones y las mujeres el queso”,
“Gato con guantes no caza ratones”. Nada...
Las cenizas, ojos y pelos
castaños del muerto yacían en la vara, y la luna debía de haberse movido casi
lo suficiente; la sombra de los árboles
estaba a pocos centímetros del túmulo... a milímetros, ahora.
Susana se desesperaba;
invocaba a otras brujas, pero cada cual estaba ocupada en sus trabajos en esta
noche tan especial.
De pronto, en un espasmo de
sus neuronas, vibró otro conjuro: “¡Susanita tiene un ratón!”... Pero en lugar de articular el verso ella
continuó la estrofa: “Un ratón chiquitín...”¡Y palmoteó feliz!
Con el rabillo de un ojo
vio asomar el hociquito; pero el ratón no llegó a la punta de la vara; bailoteó
en el aire y se disolvió en la
hojarasca. Con el otro rabillo vio cómo la sombra envolvía la tumba del minino
y avanzaba más allá.
¡Horror! Notó que ella
misma se diluía en el aire, con vara, escoba, y todo, junto a los otros elementos del conjuro. Era el temido castigo del Más Allá, a su tonta
ineficiencia y a su rapto de felicidad.
Las ramas de los árboles
del Zoo Cementerio repartieron los ecos del maullido sobrenatural de Pedrito,
que agradecía su reposo eterno.
lunes, 3 de abril de 2017
martes, 28 de marzo de 2017
La Laguna
Lo habían fascinado las ninfas en la vieja foto del
comedor; el abuelo le contó que estaban
nadando en la laguna del pueblo; le encantaban los cuerpos desnudos,
mojados, brillando al sol.
—¿Así es la gente grande desnuda?— preguntó inocente. Risas. Cuchicheos.
Quiso ver, preguntar
otra vez; y tocar a los adultos. «Eso es sucio». «Calladito».
Insistió; pero estaba prohibido: ni siquiera su propio
cuerpo. Prohibido, a gritos y amenazas sobrenaturales; prohibido, a golpes y penitencias;
prohibido, retirando el cuadro.
La eterna sombra invisible de Agustín lo envolvía por fuera: hosco, silencioso,
huidizo; solo y agresivo; por dentro, la obsesión era una fogata de urgencias
reprimidas: ver, tocar, vibrar.
«Las fogatas se apagan a pisotones»; y él los sentía cada vez más dolorosos: prohibido, prohibido,
prohibido… Y la obsesión crecía e incendiaba.
Como tantas otras veces, esa tarde las siguió cuando iban a
bañarse a la laguna; quería gozar del cuadro cuando salieran para vestirse. Tampoco esa tarde el grupo de chicas
bulliciosas se percató de su presencia; una sombra más entre la de los viejos
árboles. Agustín se asomó sigiloso a la laguna para espiarlas; chapoteaban y
reían, desnudas, ingenuas.
Sintió que su mundo interior estallaba ardiente y poderoso;
se lanzó, desnudo y jadeante y rebotó con su grito de miedo en el pozo vacío en el que alguna vez estuvo
la laguna. Una sinfonía de garzas y zorzales tapó el crujido de las ramas y de
las piedras sueltas.
“Encuentran muerto en el fondo de un barranco al anciano
paciente del hospital psiquiátrico; el hombre habría salido a pasear y se alejó
del predio; siempre deliraba con la laguna que se desecó para urbanización a
mediados del siglo veinte.”
El otro lado de "Las Margaritas Amarillas"
Ni siquiera busco el
cuadro de Lucía; es imposible que no esté frente a la escalera; lleva treinta
años allí; se llama “Las Margaritas Amarillas”: flores sencillas y mucho
sol; así ve Lucía nuestra vida de amor; ¿o
la suya con la mía? Cada uno en sus asuntos, pero siempre juntos entre largos
silencios.
¿Por qué jamás entiendo cuando me pregunta: “Arnoldo, ¿qué
hay al otro lado de mis margaritas?”. Yo me río; pienso que es un poco boba.
Acabo de despertarme sobresaltado por un estallido de
vidrios y maderas, y un golpe sordo
envuelto en un grito de angustia y dolor.
—¿Lucía? ¿Qué pasó?
Silencio, su cama está tendida y vacía.
Casi olvido manotear una linterna; no hemos pagado la luz;
malos tiempos para los viejos solos. Voy bajando la escalera; rengueo
descalzo y jadeante.
Busco a nivel del piso, desde el último peldaño. El pálido
rayo de la linterna sugiere cortinas,
muebles; nada extraño, al parecer.
Veo un banquito caído al pie de la pared; el fuerte soporte
del cuadro está casi arrancado y sostiene una soga sucia; un tarro de pintura
negra vuelca mansamente su contenido sobre el cielo diáfano del cuadro. Y justo al pie de la escalera, como en una
pira presta al holocausto, se desparrama el cuerpo mudo y gastado de Lucía, desarticulado
sobre vidrios, astillas y flores; Lucía y el otro lado de sus Margaritas
Amarillas.
Me imagino la soga en el soporte de su cuadro, mientras
Lucía, desde el banquito, trata de
escribir un mensaje póstumo antes de colgarse; lucha con la soga y el pincel y
el tarro; se viene en banda, con todo, y se rompe la cabeza.
Ya estoy demasiado viejo para andar sin chancletas sobre el
estropicio; me siento a llorar a la espera del amanecer y de algún auxilio; sé
que está muerta; ni siquiera procuro tocarla, ayudarla, besarla. ¿Qué hay al
otro lado de una vida que se rompe?
Oigo en el aire polvoriento su añosa cantilena: “Arnoldo.
¿Qué hay al otro lado de mis margaritas?” Ahora sé lo que hay: vacío, tristeza
y soledad.
jueves, 23 de marzo de 2017
Jalea de peras
Obstinada, obsesiva,
transportada en la
estela
de mi dulce de peras,
llegó a la cocina.
Zumbadora, indiscreta,
aleteaba jadeante
hacia el festín brillante
de dorada jalea.
La espantó la palmeta
que sacudí a su paso;
se aquietó por un rato,
silenció el sonsonete.
Mas volvió a despertar
su canción en mi
oreja
en la obsesión demente
de su alma de abeja.
En uno de los giros
de mi yo ecologista,
enfrié en la cuchara
varias rubias gotitas.
se mató por obsesiva;
se fue a clavar de narices
en la olla traicionera.
martes, 7 de febrero de 2017
Una carta
Para implorarle que vuelva a casa… ¿Te escuché bien?¿Para qué?
No somos demasiado felices, pero hemos logrado algo de racionalidad después de su portazo. ¿Otra vez sus desplantes o su ira desatada? ¿Otra vez el estrépito de vidrios y muebles? Sin rencores, pero sin estupideces. Yo soy su hija, y no me arrepiento de haberlo echado; nos ha vapuleado y destruido; nos ha separado.
Cada cual puede decidir quién le importa; él ya lo hizo; rómpela ahora mismo, por Dios..
EL AMOR VIENE A LA FIESTA
Mil suspiros y
piropos,
y algún poema
escondido
en las hojas del
cuaderno
que se te quedó aquel
día
¡sabrá Dios por qué descuido!
olvidado en el
asiento.
Mil rubores, mil
cosquillas…
te disfruto, sudoroso
y encendido,
reflexivo o
distendido;
me disfrutas,
perfumada o desprolija,
sembrando besos
secretos
cantando en versos “prohibidos”
lo que “no debe
decirse”, lo que “no es propio” sentir
porque aún somos “muy niños"
y "de familias decentes".
y "de familias decentes".
Mil sofocos,
mariposas,
allá “donde no se toca”,
cuando siento
que tus ojos me
desnudan;
que acarician, debajo
del uniforme,
a una Eva promisoria,
la manzana tentadora
que asegura el Paraíso,
mientras mi vientre
se agita porque te sueño conmigo.
Nuestros cuerpos ya lo
gritan,
anhelantes, incompletos;
Y en cualquier rincón
amigo, vuela un beso.
Nuestras manos se equivocan de camino
y abandonan las
cinturas, y aprietan y reconocen
dónde salta y se estremece
la savia de nuestra esencia;
El amor viene a la
fiesta.
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